Ciudadanía en riesgo: entre la supervivencia y la resignación

Autor Congresistas
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Elio Villaseñor

“El peor analfabeto es el analfabeto político. No oye, no habla, no participa en los acontecimientos políticos. No sabe que el costo de la vida, el precio del pan, del alquiler, de los medicamentos, todo depende de decisiones políticas.”

— Bertolt Brecht

Vivimos tiempos marcados por la complejidad, el desconcierto y la resignación.

Nuestro entorno inmediato se ha transformado en una normalidad distorsionada, donde la violencia, la injusticia y la desigualdad forman parte del paisaje cotidiano.

El crimen organizado cobra vidas todos los días, y, sin embargo, la mayoría ha aprendido a convivir con el horror.

Continuamos nuestras rutinas como si nada ocurriera, como si el miedo fuera ya parte del precio por vivir aquí. Esta aparente indiferencia no es simple apatía; es, en muchos casos, una forma de supervivencia.

Nos enfrentamos a una ciudadanía que no vive, sino sobrevive.

Nos hemos adaptado a un presente precario, donde lo urgente borra lo importante y donde imaginar un futuro mejor parece cada vez más lejano.

Mientras tanto, el mundo multiplica sus crisis: guerras, migraciones forzadas, catástrofes climáticas, tensiones geopolíticas. Son hechos que amenazan la estabilidad global, pero que percibimos como lejanos, ajenos, casi irrelevantes para nuestra cotidianidad.

Dentro del país, presenciamos un proceso silencioso pero persistente de concentración del poder. El diálogo público se debilita, las voces críticas son acalladas, y la democracia —ese pacto común que debería garantizarnos derechos y libertades— se erosiona poco a poco.

Y, aun así, la pregunta que muchos se hacen es tan sencilla como inquietante:

¿Para qué preocuparnos si todavía tenemos algo con qué sobrevivir?

La lógica de los subsidios ha sido un respaldo vital para millones de familias.

No debe olvidarse que se trata de un derecho social. Sin embargo, en muchos casos, estos apoyos han sido convertidos en herramientas de clientelismo, usadas para cooptar y someter, en lugar de empoderar.

Este fenómeno inhibe la exigencia ciudadana por servicios públicos de calidad, especialmente en salud y educación.

La economía no crece, pero alcanza —por ahora— para ofrecer algo a cada quien.

Y mientras haya algo, muchos creen que no hay razón para alarmarse.

Esta actitud ha calado hondo, arraigando una cultura del conformismo.

Una parte significativa de la ciudadanía parece satisfecha con apoyos que apenas mitigan las carencias, pero que no resuelven las causas estructurales de la pobreza, la desigualdad o la exclusión.

Así se impone una lógica del cortoplacismo, donde lo inmediato sustituye al pensamiento crítico y donde el día a día anula toda posibilidad de proyecto colectivo.

Pero el problema no es solo económico: es también cultural y político.

Nos hemos acostumbrado a mirar hacia otro lado, a evitar preguntas incómodas, a no exigir rendición de cuentas.

Cada vez son menos quienes se interesan en lo público, en cuestionar al poder, en organizarse desde lo local para transformar su entorno.

Lo que no nos afecta directamente, no nos importa. Lo que sucede fuera de nuestras cuatro paredes, no nos concierne.

Sin embargo, esta forma de vivir tiene consecuencias.

Una ciudadanía que solo sobrevive es una ciudadanía vulnerable, manipulable, frágil ante los abusos del poder.

Si no recuperamos la capacidad de indignarnos, de organizarnos, de soñar, corremos el riesgo de ceder —poco a poco y sin darnos cuenta— derechos que costaron generaciones conquistar.

Lo más alarmante no es lo que está mal, sino que hayamos aprendido a vivir con ello.

¿Queremos seguir siendo una sociedad resignada al mínimo?

¿Hasta cuándo esperaremos que alguien más resuelva lo que nos afecta a todos?

¿Qué futuro podemos construir si nos negamos a mirar más allá del presente inmediato?

Hoy, más que nunca, necesitamos una ciudadanía activa, informada y comprometida.

Una ciudadanía que no se conforme con sobrevivir, sino que aspire a vivir con dignidad, justicia y libertad.

Que participe, que cuestione, que proponga. Que vea el presente no como un callejón sin salida, sino como el punto de partida para una transformación posible.

La democracia no es solo un sistema político: es una forma de vida que se construye todos los días, con la participación de todas y todos.

Y si no estamos dispuestos a defenderla, otros lo harán… pero no en nuestro favor de nuestros derechos.

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