Ignacio Ruelas Olvera
Desde la dignidad de la República, la ministra Norma Lucía Piña Hernández se alzó como símbolo de decencia, resistencia y autonomía. Primera mujer en presidir la Suprema Corte de Justicia de la Nación, su mandato no solo rompió techos de cristal, sino que también enfrentó tempestades políticas con la serenidad que otorga la convicción y el compromiso con la LEY, sin feminismos tóxicos. Defendió con firmeza la independencia del Poder Judicial frente a presiones sin precedentes. Su negativa a someterse a gestos de subordinación, su postura crítica ante reformas que amenazaban el orden constitucional y su valentía al enfrentar ataques desde las más altas tribunas del poder, la convirtieron en una figura de referencia en la democracia como un sistema de contrapesos, no de obediencia.
Respondió con jurisprudencia, no con estridencia, con liderazgo silencioso, contundente, guiado por principios y no por protagonismos. En un tiempo en que la izquierda ordena sumisión y la oposición no enciende la flama del discurso, la división de poderes constantemente se expone a prueba, la Ministra Piña Hernández nos enseñó que la justicia no se negocia, se ejerce, defendió la República en medio de la tormenta, sostuvo el timón de la legalidad, siendo vilipendiada, eligió la carta de navegación institucional. Presidió la Corte y la esperanza de México, país de leyes, no de voluntades. Honró su nombre NORMA. Se le denostó miles de veces, frente al insulto están sus impulsos disruptivos en la justicia algorítmica para deconstruir, dogmática y conceptos procesales, paradigmas de siglos pasados.
¡Gracias Ministra! por recordarnos que la Justicia, cuando es valiente, también es libre. Honor a una mujer cuya toga no fue ornamento, sino escudo, estandarte, faro de equidad en tiempos de cerrazón. Como Justiniano, que en su tiempo codificó las leyes para preservar el orden divino en la tierra, la Ministra Piña Hernández sostuvo el equilibrio de los poderes con la firmeza de quien sabe que la justicia no es servidora del poder, sino su límite.
Cuando los vientos del autoritarismo soplaron con fuerza, ella no se inclinó. Cuando la palabra del poder se tornó látigo, ella respondió con sentencia. Y cuando la exclusión buscó silenciarla, su silencio fue más elocuente que mil discursos. Su resistencia no fue rebeldía, sino fidelidad al pacto constitucional. Así como el Corpus Juris Civilis fue legado eterno del Imperio, recordaremos a Norma Piña como la jurista que, en medio de la tormenta, no abandonó el timón.
¡Gloria a quien honra la ley y defiende la República!
Su ética del Derecho y resistencia de espíritu republicano encarna una filosofía política: la del poder frente a la ley, la voluntad frente a la norma, el liderazgo frente a la institucionalidad. Su actuar no fue simplemente jurídico, también filosófico: una afirmación del principio kantiano de autonomía, donde la razón práctica se impone sobre la coacción externa. Sus comportamientos representaron la virtud estoica de quien no se doblegó ante la presión, se mantuvo fiel al deber y al deber ser. Como Cicerón defendía la “res” pública frente a la tiranía, ella defendió la Constitución frente a la tentación del poder absoluto.
Su actitud ante los ataques no fue pasividad, sino una forma de resistencia ética, como la que Hannah Arendt atribuye a quienes comprenden que “el poder sin ley es violencia, y que la ley sin independencia es simulacro”. Su legado filosófico puede resumirse en tres ejes: la ley como principio rector del poder; la independencia judicial como garantía de la libertad ciudadana; la dignidad institucional como forma de resistencia ante el desprecio político. No solo interpretó la ley; la encarnó como forma de vida. Su paso por la Corte es testimonio de que, incluso en tiempos de polarización, la filosofía del derecho puede ser praxis, y la toga puede ser armadura.
Desde la perspectiva foucaultiana, el poder no se concentra únicamente en el vértice del Estado, sino que se difunde, se infiltra, se normaliza. Norma Piña no representó simplemente una funcionaria judicial, encarnó un impulso de tenacidad que desafió las formas en que el poder busca disciplinar, controlar y silenciar. Su negativa a someterse a gestos simbólicos de subordinación —como levantarse ante el jefe del Ejecutivo Federal— no es un acto aislado, sino una ruptura en el dispositivo de poder que intenta convertir al Poder Judicial en un apéndice del Ejecutivo. Piña Hernández interrumpe la “gubernamentalidad”, no la justicia como parte de una lógica de obediencia. El discurso legal puede ser campo de batalla, y la independencia judicial no es una garantía dada, sino una resistencia que debe ser ejercida, defendida y renovada.
Norma Piña es la posibilidad de decir NO dentro de un sistema que espera sumisión, de interpretar el Derecho NO como instrumento del poder, sino como espacio de lucha por la libertad.