Clara Jusidman
La historia de los derechos de las mujeres y el ejercicio de sus libertades en México transcurre por olas, a veces se avanza a veces se retrocede.
La pandemia que no termina afectó en forma desigual a las mujeres provocando retrocesos en su acceso al trabajo digno, en sus ingresos, dañando su salud mental, aumentando su jornada total de trabajo, así como la violencia que experimentan y su exposición al riesgo de morir al representar el 70% de los trabajadores de la salud.
En paralelo, las instituciones, políticas y programas públicos que se fueron desarrollando en los últimos 25 años para reducir la desigualdad de género y avanzar en el ejercicio de los derechos de las mujeres parece encontrarse en un impasse, si no es que en un franco retroceso.
De los movimientos surgidos de la diversidad social de México, el de las mujeres ha sido el que mayores éxitos alcanzó desde finales del siglo pasado. Sus estrategias de alianzas y de incidencia en los tres poderes del Estado y en los cambios culturales ocurridos en las familias, las empresas y en la vida en comunidad, se constituyen en buenas prácticas a ser imitadas por otros grupos de población de nuestra diversidad social, como los jóvenes, las personas mayores y la población LGBTTTIQ.
Particularmente, desde la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer realizada en septiembre de 1995 en Beijing, las alianzas entre mujeres de los diversos partidos políticos, del servicio público y de las organizaciones de la sociedad civil consiguieron incorporar la perspectiva de género en el funcionamiento de los tres poderes del Estado, en el desarrollo de programas de investigación, en la producción de información estadística, en el diseño y entrega de servicios públicos sociales, en la planeación y programación de la federación, los estados y municipios y de manera muy importante, en el diseño y manejo de los presupuestos públicos.
Se crearon puntos focales de género en las instituciones y dependencias gubernamentales federales y en los estados así como en los municipios, se expidieron leyes para atender los distintos problemas que las agobian, se crearon instituciones específicas para elaborar los programas contra la violencia y en favor de la equidad y para garantizar la inclusión de la perspectiva de género en la actuación de los servidores públicos que tienen relación directa con mujeres. También se desarrollaron servicios concretos para atender sus problemáticas como los Centros de Justicia, las unidades para la atención de la violencia doméstica, la red de refugios para mujeres víctimas de violencia, las estancias infantiles en apoyo a madres trabajadoras, servicios de acceso al crédito y asesoría técnica, así como programas de transferencias monetarias directas a mujeres en situaciones de alta vulnerabilidad.
Si bien históricamente ha existido un trato desigual a las mujeres respecto de los varones y la primera prioridad ha sido hacer visible y sensibilizar sobre esa situación, paulatinamente se ha ido reconociendo que entre las mujeres también existen intereses y necesidades diferenciadas.
Comprender que hay mujeres que reúnen varias condiciones que las hacen vulnerables frente a los niveles de desigualdad, discriminación y exclusión que prevalecen en nuestro país, es fundamental para poner en práctica las medidas y las acciones públicas más apropiadas para hacer efectivos sus derechos.
Ejemplos de estas situaciones son las mujeres indígenas, viudas, pobres, analfabetas; las que sufren violencia doméstica infringida por hombres pertenecientes a los cuerpos de seguridad, fuerzas armadas, policías, judiciales; las profesionistas que experimentan acoso laboral y menores remuneraciones y oportunidades que sus pares hombres; aquellas que viven violencia política en sus comunidades originarias o las madres solas, pobres, que trabajan y tienen hijos e hijas pequeñas.
Es por ello que resultan insuficientes aquellos programas que consideran que todas las mujeres son iguales y enfrentan las mismas problemáticas o los que pretenden atender a toda la población en situaciones de pobreza o a todas las personas de la población originaria, que suponen que automáticamente se beneficiará a las mujeres pertenecientes a esos grupos.
Eliminar o reducir los presupuestos de los programas de gobierno que atienden a los grupos de mujeres que presentan mayores vulnerabilidades conlleva una enorme injusticia y significa un gran retroceso en la protección de los derechos de las mujeres y en su acceso al bienestar.
Con el pretexto de la austeridad republicana o de la corrupción sin evidencias, se están quitando recursos destinados a programas específicos como son los refugios para las mujeres víctimas de violencia, las escuelas de tiempo completo, los comedores comunitarios o los componentes de salud y nutrición en los programas de transferencias monetarias directas.
Ello pone en evidencia una falta de comprensión de la diversidad y de la complejidad de la realidad social en nuestro país y atenta contra la lucha sostenida por varias generaciones de mujeres para alcanzar la igualdad sustantiva.