Beto Bolaños
Introducción
En los últimos años, el discurso político en México ha girado en torno a la promesa de una transformación profunda de la vida pública. Bajo este ideal, se ha buscado eliminar la corrupción, moralizar la administración pública y acercar al gobierno a la gente. Sin embargo, este proyecto de transformación enfrenta una contradicción estructural: mientras se habla de combatir la corrupción, las herramientas que permiten garantizar la transparencia, la rendición de cuentas y la vigilancia ciudadana han sido debilitadas, eliminadas o absorbidas por el propio aparato gubernamental.
Esto plantea una pregunta central: ¿puede existir una transformación real sin instituciones sólidas de control, transparencia y sanción?
Un sistema anticorrupción incompleto y debilitado
Formalmente, México contaba con mecanismos institucionales diseñados para la rendición de cuentas, entre ellos:
- El Sistema Nacional Anticorrupción (SNA), que buscaba coordinar a organismos como la Auditoría Superior de la Federación (ASF), las fiscalías anticorrupción y la Secretaría de la Función Pública.
- La existencia del INAI (Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales), que garantizaba el acceso a la información pública.
Sin embargo, estos mecanismos han sido neutralizados o eliminados:
- El INAI ya no existe. El gobierno federal, bajo la administración de Claudia Sheinbaum, formalizó su desaparición, cerrando con ello la principal vía institucional de acceso a la información pública y protección de datos personales.
- La Secretaría de la Función Pública fue transformada en la nueva Secretaría Anticorrupción, una dependencia que, aunque conserva en teoría atribuciones de vigilancia, está ahora aún más subordinada al Poder Ejecutivo.
El debilitamiento de estas instituciones compromete la capacidad del país para controlar y sancionar la corrupción, lo que convierte cualquier intento de transformación en un proceso opaco y de dudosa legitimidad.
Los datos: corrupción y alta impunidad
Las estadísticas refuerzan esta percepción crítica:
- Entre 2019 y 2020, la Fiscalía Especializada en Combate a la Corrupción de la FGR recibió 4 566 denuncias, pero no obtuvo ninguna sentencia condenatoria.
- De más de 17 000 denuncias por corrupción en fiscalías estatales, solo 34 casos alcanzaron una sentencia.
- La impunidad en casos de corrupción ronda el 98 % a nivel nacional, y en el total de delitos, la impunidad alcanza cifras superiores al 96 %.
- La percepción de que denunciar actos de corrupción es inútil ha crecido. Solo el 4 % de los ciudadanos presenta denuncias formales, y la percepción de éxito al denunciar cayó de 27 % en 2020 a 16 % en 2022.
- México se mantiene estancado en el Índice de Percepción de Corrupción de Transparencia Internacional, con apenas 31 puntos sobre 100 y en la posición 126 de 180 países.
Estos datos revelan que el sistema anticorrupción mexicano es prácticamente inoperante.
La Secretaría Anticorrupción: ¿herramienta útil o simulación?
En este contexto, la reciente conversión de la Secretaría de la Función Pública en Secretaría Anticorrupción resulta, al menos, cuestionable.
Una secretaría de este tipo podría ser útil solo si es autónoma, eficaz, bien financiada y respaldada por un sistema de justicia independiente.
Pero en un aparato disfuncional y centralizado, este tipo de oficinas corren el riesgo de convertirse en órganos simbólicos o meramente propagandísticos:
- Pueden servir para simular compromiso mientras no se procesan casos relevantes.
- Corren el peligro de ser usadas para perseguir selectivamente a adversarios políticos y proteger a aliados.
- Pueden profundizar el desgaste ciudadano al no ofrecer resultados concretos.
La creación de oficinas anticorrupción sin los dientes institucionales necesarios desgasta la confianza y agudiza la percepción de que la corrupción es inamovible.
Efectos de la corrupción y la opacidad en la ciudadanía
La corrupción no es un problema abstracto: afecta directamente la vida cotidiana y la estructura social.
Desconfianza y apatía
La corrupción generalizada y la falta de transparencia erosionan la confianza ciudadana en las instituciones. Esto genera cinismo social y apatía política.
Cuando la gente cree que “todos son corruptos”, disminuye su participación en procesos democráticos, como las elecciones o las denuncias públicas.
Reducción de la participación ciudadana
La baja efectividad de las denuncias y la percepción de impunidad desincentivan la vigilancia ciudadana y debilitan los movimientos sociales.
Aumento de la desigualdad
La corrupción desvía recursos públicos que deberían llegar a los más vulnerables. Esto agrava la pobreza, precariza los servicios básicos y perpetúa la exclusión social.
Normalización de la corrupción
Cuando los actos corruptos no se sancionan, se vuelven parte del día a día: las “mordidas” a policías, los sobornos en trámites y la aceptación de obras mal ejecutadas son ejemplos claros de cómo la corrupción se integra a la cultura cotidiana.
Retroceso democrático
El debilitamiento de la transparencia y la rendición de cuentas allana el camino para gobiernos autoritarios o centralistas, donde el poder se ejerce sin contrapesos efectivos.
Deterioro de la calidad de vida
La corrupción afecta directamente la seguridad, la salud, la educación y la infraestructura. Desde puentes mal construidos hasta desabasto de medicamentos, las consecuencias son palpables y peligrosas.
La paradoja de la transformación
Una transformación real necesita instituciones fuertes, autónomas y vigiladas.
Sin transparencia ni rendición de cuentas:
- El combate a la corrupción no puede ser verificado.
- Los resultados no pueden ser evaluados por la ciudadanía ni por instancias independientes.
- La transformación se vuelve una narrativa unilateral, sin pruebas, sin datos y sin contrapesos.
La paradoja es que un gobierno que afirma transformar la vida pública mientras elimina los órganos de control está construyendo una transformación sin vigilancia, sin transparencia y con altos niveles de discrecionalidad.
Esto no sólo es insuficiente, sino que puede ser profundamente regresivo.
El golpe final: el cierre de la imparcialidad judicial
A este panorama se suma un cambio estructural reciente que cerró el último gran espacio de imparcialidad en el país: el poder judicial.
En fechas recientes, se impulsó y consumó una reforma que transformó por completo la integración del aparato judicial, sustituyendo los mecanismos tradicionales de selección por una elección abierta, en la que, casualmente, resultaron electos únicamente perfiles afines al régimen.
Este movimiento no solo consolida la influencia del gobierno sobre los órganos encargados de aplicar la ley, sino que acaba con la separación de poderes y elimina las condiciones mínimas para que haya justicia independiente.
Sin órganos de transparencia, sin contrapesos legislativos y con un poder judicial alineado al Ejecutivo, la transformación pierde toda posibilidad de ser vigilada o cuestionada.
Conclusión
La falta de transparencia y el avance de la corrupción son factores que destruyen la confianza, debilitan la participación ciudadana y dañan directamente la calidad de vida.
Un discurso anticorrupción sin instituciones que lo respalden es vacío.
Una transformación sin rendición de cuentas es solo propaganda.
La reciente reconfiguración del poder judicial representa el cierre de las pocas puertas institucionales que aún permitían la vigilancia y la sanción autónoma.
México enfrenta ahora un punto crítico: fortalecer sus sistemas de vigilancia y recuperar la independencia de sus instituciones, o aceptar que la impunidad siga siendo la norma, mientras la corrupción continúa afectando a millones de personas en su vida diaria.
La ciudadanía no solo merece resultados. Merece poder verificarlos.