La Cámara de Diputados aprobó en lo general la reforma a la Ley de Amparo con el respaldo mayoritario de Morena y sus aliados. Según el dictamen, el objetivo es modernizar este juicio mediante herramientas digitales y hacerlo más ágil, evitando dilaciones y abusos procesales. Para sus promotores, se trata de un paso hacia una justicia más eficiente y cercana.
Sin embargo, las críticas no tardaron en llegar y lo significativo es que algunas de ellas provienen incluso de dentro del mismo partido gobernante. Olga Sánchez Cordero, exministra de la Suprema Corte y senadora de Morena, advirtió que la nueva definición de interés legítimo restringe el acceso a la justicia constitucional. Para ella, condicionar el derecho de amparo a la demostración de un “beneficio cierto” no solo endurece los requisitos, sino que puede limitar a personas y colectivos que buscan defender derechos frente a actos de autoridad.
En el mismo sentido, pero desde la oposición, la diputada Laura Ballesteros fue más dura: acusó a Morena de disfrazar una reforma política de judicial y de golpear directamente a la organización colectiva de la sociedad civil. Según Ballesteros, lo que hay detrás es la molestia del oficialismo por los amparos que en años recientes frenaron proyectos como el Tren Maya o el Aeropuerto Felipe Ángeles, así como por los que obligaron al gobierno a garantizar medicamentos para niñas y niños con cáncer.
El contraste es claro. Mientras Morena defiende la reforma bajo el argumento de eficiencia y modernización, voces críticas —dentro y fuera del partido— alertan que podría significar un retroceso en la defensa de derechos colectivos, especialmente en materia ambiental y de salud.
El amparo ha sido, históricamente, la herramienta más poderosa de la ciudadanía para frenar abusos de autoridad. La discusión de fondo es si esta reforma realmente lo fortalece o, por el contrario, limita su alcance. El debate apenas comienza, pero lo cierto es que el impacto de estos cambios se medirá en los próximos años, cuando la sociedad intente volver a usar el amparo como escudo frente al poder.
La paradoja es inquietante. Mientras el discurso oficial presume fortalecer el carácter garantista del amparo, la práctica podría conducir a su debilitamiento en los casos donde más se necesita: los que afectan a comunidades enteras, al medio ambiente o a poblaciones vulnerables.
El amparo es mucho más que un recurso judicial: es un contrapeso democrático. Sin él, la sociedad queda en mayor indefensión frente a un Estado cada vez más poderoso y menos dispuesto a escuchar. La pregunta que debemos hacernos no es si el juicio de amparo puede ser más eficiente —claro que puede y debe serlo—, sino si esa eficiencia se logra a costa de acotar la voz colectiva.
Si la historia del país nos enseña algo, es que los derechos rara vez se pierden de golpe; suelen erosionarse lentamente, entre reformas técnicas y discursos de modernización. El verdadero examen de esta reforma no será en el Congreso ni en los tribunales, sino en la vida de las comunidades cuando intenten, una vez más, usar el amparo como escudo frente al poder.