Cuando las ballenas se amparan: un giro en la defensa del Mar de Cortés

Autor Congresistas
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Myrna Bustos Pichardo

“Las ballenas del Mar de Cortés se ampararon”. La frase circuló hace unos días con un aire de fábula jurídica, casi como si los cetáceos hubieran contratado abogado para defender su hábitat. Detrás del titular llamativo, sin embargo, hay una discusión seria y de largo aliento: ¿deben los animales y los ecosistemas ser reconocidos como sujetos de derecho?

El caso gira en torno al Proyecto Saguaro LNG, una terminal de gas natural licuado y su gasoducto asociado que atravesaría Sonora y conectaría con el Golfo de California. Organizaciones ambientalistas presentaron amparos para frenar el proyecto, argumentando que amenaza las rutas migratorias de ballenas y otras especies marinas. Lo innovador es que algunos de estos recursos se plantean “en nombre de las ballenas”, no solo de los ciudadanos preocupados por el medio ambiente.

En México, el amparo tradicional protege a personas frente a actos de autoridad que violen sus derechos. El derecho a un medio ambiente sano está en la Constitución desde 1999 y ha permitido a colectivos civiles intervenir en defensa de ríos, bosques o especies. Pero reconocer a las ballenas como titulares de derechos propios es un paso más audaz. Implica dejarlas de ver como “recursos naturales” administrados por el Estado y comenzar a considerarlas como seres con intereses que trascienden nuestro beneficio humano.

El planteamiento no surge en el vacío. Colombia reconoció en 2016 al río Atrato como sujeto de derechos. Argentina declaró a la orangutana Sandra una “persona no humana” con derechos básicos. En Ecuador y Nueva Zelanda, ríos y ecosistemas han obtenido figuras legales similares. México ya ha coqueteado con el tema: la Suprema Corte ha discutido la posibilidad de reconocer a un río como sujeto de derecho, aunque sin resolver aún de forma definitiva.

En este contexto, el amparo de las ballenas es menos una ocurrencia y más un ensayo de futuro. Aunque es probable que los tribunales terminen resolviendo bajo fórmulas más conservadoras —protegiendo el derecho humano al ambiente sano—, la narrativa pública ya cambió: no se trata solo de salvar ballenas para que podamos admirarlas, sino de reconocer su derecho a existir y prosperar.

Este giro de enfoque abre preguntas incómodas: ¿qué significa justicia más allá de la especie humana? ¿Qué obligaciones tenemos hacia seres que no votan ni hablan, pero que sostienen el equilibrio del planeta? El mar donde ocurre esta disputa también tiene un doble nombre cargado de sentido: Mar de Cortés o Golfo de California. El primero, popularizado en México y en el turismo internacional, lleva la huella colonial de un conquistador que nunca navegó esas aguas; el segundo, oficial en la cartografía y en los documentos científicos, marca un territorio desde la visión del Estado moderno. Ambos nombres son disputas de memoria y de identidad. Quizá reconocer derechos a las ballenas también implique preguntarnos cómo nombramos su hogar y qué historias queremos contar sobre él.

Las ballenas, por supuesto, no firmaron la demanda. Pero su presencia en los tribunales es un recordatorio de que el derecho no es estático: se expande cuando la sociedad decide que ya no basta con la lógica del recurso y la explotación. Y quizá el verdadero amparo no sea el papel sellado por un juez, sino nuestra disposición a aceptar que la vida marina tiene voz propia, aunque no suene como la nuestra.

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