Elio Villaseñor
“El poder tiende a corromper,
y el poder absoluto corrompe absolutamente”
—Lord Acton
La preocupación central de este gobierno parece ser cómo mantenerse en el poder.
Por eso, su prioridad no es sanar la agenda pública, sino evitar que se enferme más.
Inseguridad, corrupción, impunidad y bajo crecimiento económico se han convertido en temas que se administran, no que se resuelven.
Para conservar el control, se eliminan obstáculos institucionales, se doblan leyes y se reducen contrapesos.
El objetivo es claro: ejercer el poder por el poder mismo.
Vivimos un escenario donde lo urgente se posterga y lo secundario ocupa el centro del debate.
El diálogo con la sociedad se dosifica según la conveniencia política, y los escándalos que involucran a funcionarios o allegados al poder se enfrentan con silencio o negligencia.
Cuando una figura extranjera —como Trump o algún funcionario de su gobierno— lanza una declaración incómoda, la respuesta oficial busca tranquilizar el ambiente.
Pero en el país, el descontento y la descomposición social siguen creciendo.
Como advirtió Octavio Paz, “un Estado que no sirve a la sociedad termina por servirse de ella”.
Y eso es lo que observamos: un gobierno que intenta mostrarse fuerte y controlador, pero que gobierna poco, incapaz de responder a los temas que marcan la vida cotidiana de millones de ciudadanos.
Mucho espectáculo, pocos resultados.
Cada vez más, la política se reduce a proteger, simular y alinearse con quien detenta el poder, aunque no haya capacidad real para resolver los problemas ni construir un futuro colectivo.
Sin embargo, desde abajo, en los territorios donde el gobierno se ausenta, la ciudadanía comienza a despertar.
El Movimiento de los Sombreros en Uruapan —y otros que están emergiendo en distintas regiones— son señales de esa energía cívica que persiste.
Son personas que, con honestidad y valentía, están recuperando el tejido social y proponiendo nuevas formas de hacer comunidad.
Ahí donde el Estado se retira, los ciudadanos vuelven a ocupar su lugar.
Poco a poco, los mexicanos vamos entendiendo que no somos simples receptores de dádivas, sino sujetos de derechos.
Que la dignidad no se pide ni se negocia: se ejerce.
No se trata de dividirnos entre buenos y malos, sino de construir una narrativa común, la de un país que exige un gobierno que gobierne con ética, y una sociedad que participe, que vigile y que no renuncie a su voz.
Porque al final, la democracia no se mide por las palabras del poder, sino por la fuerza de sus ciudadanos.
