La escalera que no se barrió:  poder, corrupción y desilusión ciudadana

Autor Congresistas
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Elio Villaseñor

“La corrupción no se combate con discursos,
sino con instituciones fuertes y ciudadanos vigilantes.”

José Woldenberg

En los últimos meses, ha quedado claro que una de las mayores preocupaciones de la ciudadanía sigue siendo la corrupción.

Según la más reciente encuesta nacional de El Financiero, realizada por Alejandro Moreno, el 75% de las personas considera que la corrupción sigue siendo un problema central, y muchos la asocian directamente con la administración de la presidenta Claudia Sheinbaum.

Esto contrasta con el discurso oficial, que insiste en que “se acabó el régimen de corrupción y privilegios”.

Sin embargo, los hechos cotidianos contradicen esa afirmación: desde el llamado huachicol fiscal, la operación de La Barredora, los señalamientos contra figuras como el senador Adán Augusto López, hasta el desmantelamiento del sistema de salud y desvíos presupuestales.

Todo ello alimenta la percepción de que la corrupción no ha terminado, sino que se ha transformado y fortalecido desde dentro del poder.

Durante años, el presidente López Obrador aseguró que “la corrupción se limpia como se barren las escaleras: de arriba hacia abajo”, mostrando su pañuelo blanco como símbolo de pureza institucional.

Hoy, esa imagen contrasta con la opacidad y el enriquecimiento de varios funcionarios que, al ser cuestionados, atribuyen sus bienes a herencias familiares o al éxito de su trabajo previo en el servicio público.

Es una escena que recuerda demasiado al viejo priismo.

Como bien decía Carlos Hank González, una figura emblemática de ese sistema: “Un político pobre es un pobre político”. Una frase tan cínica como vigente.

Porque, aunque el lenguaje ha cambiado, la lógica de poder que se protege a sí mismo sigue intacta.

De la narrativa moral a la impunidad justificada

El problema no es solo que haya corrupción, sino cómo se protege y justifica desde el propio discurso de poder.

Quien denuncia es atacado; quien cuestiona, desacreditado como conservador, traidor o desinformado.

La justicia se aplica con criterios políticos. 

Y, aún más grave, se están desmantelando o debilitando las instituciones responsables de exigir cuentas.

Reformas recientes (cuyos decretos se publicaron en diciembre pasado en el Diario Oficial de la Federación) desaparecieron o fusionaron organismos autónomos clave como el INAI, la Cofece, el Coneval, el IFT y la CRE. El argumento es la austeridad y la eficiencia. Pero el efecto real es el retroceso en los mecanismos de vigilancia, transparencia y evaluación pública.

Estas decisiones minan la capacidad del Estado para autocorregirse, y dejan a la ciudadanía sin herramientas efectivas para saber, denunciar o exigir.

Lo que parecía un gobierno más cercano al pueblo, termina encerrándose en sí mismo, blindado frente a la crítica y cerrado al diálogo plural.

Continuidades que pesan más que los discursos

Lo más preocupante no es solo que algunos funcionarios acumulen riqueza.

Lo verdaderamente grave es que ya no se asuma como escándalo, sino como parte “normal” del ejercicio del poder.

Que la corrupción se maquille con justificaciones retóricas, que el pasado se use como escudo constante, y que el sistema premie la lealtad sobre la ética pública.

Así, lo que se presentó como una ruptura moral con el pasado, termina siendo la continuidad de las viejas prácticas, con nuevos símbolos y otro tono discursivo.

Conclusión: lo que no se barrió

La corrupción no solo persiste: se ha institucionalizado bajo una nueva narrativa de superioridad moral.

Y mientras no existan contrapesos reales, justicia imparcial y ciudadanía vigilante, la escalera seguirá sucia, aunque el discurso insista en que ya se barrió.

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