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La militarización avanza: ¿Hacia un nuevo rostro de la seguridad en México?

La reciente aprobación en la Cámara de Diputados de la reforma a la Ley de la Guardia Nacional confirma una tendencia que se ha venido gestando desde hace años, pero que hoy toma forma con claridad: México se encamina hacia un modelo de seguridad cada vez más militarizado, con impactos que trascienden lo operativo y alcanzan lo político, lo institucional y lo democrático.

Con 349 votos a favor, 132 en contra y cero abstenciones, la mayoría legislativa avaló un paquete de cambios que, entre otras cosas, permite a integrantes de la Guardia Nacional postularse a cargos de elección popular y transfiere el mando de esta corporación a la Secretaría de la Defensa Nacional. No se trata de un movimiento menor: es una redefinición del modelo de seguridad pública que, desde 2019, intentaba presentarse como “civil en lo institucional y mixto en lo operativo”. Hoy, ese equilibrio se rompe.

Esta reforma, propuesta por la presidenta Claudia Sheinbaum, llega en un contexto de alta expectativa sobre su capacidad de imprimir un sello propio a su administración. Pero iniciar el sexenio consolidando el control castrense sobre la seguridad pública y abriendo la puerta a una mayor participación política de los militares parece una decisión que, lejos de cerrar heridas, reabre el debate sobre los límites de lo militar en la vida civil.

¿Seguridad o poder político?

Una de las disposiciones más polémicas es la que permite que elementos de la Guardia Nacional puedan contender por cargos de elección popular. Aunque la ley establece plazos de separación del cargo (90 días para diputaciones, seis meses para la Presidencia), el mensaje es claro: se normaliza la idea de militares activos o en funciones transicionando a la política. Esto debilita la frontera que históricamente ha separado al poder armado del poder político, un principio fundamental en cualquier democracia.

La diputada Laura Ballesteros de Movimiento Ciudadano lo dijo sin rodeos: esta reforma “marca el fin del Estado civil mexicano”. Puede sonar extremo, pero su advertencia no está exenta de sustancia. ¿Cómo garantizar neutralidad, rendición de cuentas y respeto a las libertades cuando quienes portan las armas también aspiran a gobernar?

Sin debate, sin consenso

Otro punto preocupante ha sido la velocidad con la que se procesó esta reforma. Legisladores de oposición denunciaron que no hubo tiempo suficiente para revisar ni debatir a fondo los cambios, ni se abrió un verdadero espacio de Parlamento Abierto. El legislador Pablo Vázquez Ahued, también de Movimiento Ciudadano, advirtió sobre la posibilidad de que esta aprobación “fast track” se replique con las otras 15 reformas en la agenda presidencial, dos de ellas también relacionadas con seguridad.

La premura legislativa en temas tan delicados genera desconfianza y erosiona la legitimidad de las decisiones. La seguridad pública no puede construirse a espaldas de la deliberación ciudadana y del control democrático.

Una Guardia más militar que nacional

Desde su creación, la Guardia Nacional ha estado rodeada de ambigüedad. Aunque su diseño legal establecía un mando civil, su operación ha dependido en gran parte de efectivos militares y navales. La reforma de septiembre de 2024, que transfirió formalmente el mando a la Sedena, terminó por institucionalizar lo que ya era un hecho. Ahora, con esta nueva ley, el círculo se cierra.

Analistas como Gerardo Rodríguez comparan el modelo con el de países como Italia o Colombia, donde la policía nacional tiene formación militar. Pero la pregunta clave es si México tiene las condiciones institucionales, los contrapesos democráticos y la cultura de derechos humanos necesarias para adoptar ese esquema sin caer en abusos o regresiones.

La prioridad: coordinación o control

Desde el Ejecutivo se insiste en que estas reformas buscan mejorar la coordinación entre fiscalías y fortalecer la capacidad de investigación para reducir la impunidad. La presidenta Sheinbaum ha subrayado que no se trata de espiar a la ciudadanía, sino de lograr una estrategia eficaz contra la violencia.

Sin embargo, esa narrativa oficial no despeja del todo las inquietudes. Mejorar la coordinación es una meta legítima, pero hacerlo mediante un modelo de concentración militarizada del poder plantea riesgos que no se pueden ignorar.

¿Y después qué?

El paquete de reformas en seguridad apenas comienza su recorrido legislativo. La Ley General del Sistema Nacional de Seguridad Pública y la Ley del Sistema Nacional de Investigación e Inteligencia están por discutirse. Lo que está en juego no es solo la operatividad de la seguridad en México, sino el tipo de régimen que se quiere construir: uno donde las instituciones civiles lideren y supervisen, o uno donde los militares tengan voz, voto… y poder político.

El Senado tiene ahora la responsabilidad histórica de revisar lo aprobado con visión crítica y altura de miras. Porque en nombre de la seguridad, no podemos seguir debilitando la democracia.

La reciente aprobación de la Ley de Seguridad ha generado un amplio debate en la Cámara de Diputados, reflejando posturas divergentes sobre su contenido, su impacto en la seguridad pública y sus implicaciones institucionales.

Posturas a favor

Morena y aliados:

Los legisladores del partido en el poder defienden que la ley fortalecerá la capacidad del Estado para prevenir y combatir delitos, mejorando la coordinación entre los tres niveles de gobierno (federal, estatal y municipal). Subrayan que la norma promueve una estrategia de seguridad planificada, basada en inteligencia, con enfoque en la protección de los derechos humanos.

Diputados que apoyaron cambios puntuales: Algunos legisladores de oposición votaron a favor de modificaciones específicas, sin que esto represente un respaldo total a la ley. Su voto fue interpretado como una aprobación condicionada.

Militarización:

Una de las críticas centrales ha sido el rol protagónico que la ley otorga a las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública.

Se cuestionó la forma en que se llevó a cabo la discusión legislativa, así como la ausencia de mecanismos claros de rendición de cuentas. Diversos diputados hicieron un llamado a garantizar el respeto a los derechos fundamentales en toda estrategia de seguridad.

El debate en torno a la Ley de Seguridad evidenció una polarización significativa en el Congreso. Mientras sus promotores la consideran una herramienta necesaria para mejorar la coordinación institucional en materia de seguridad, sus detractores alertan sobre riesgos asociados a la militarización y la falta de controles democráticos.

La reciente aprobación de la Ley de Seguridad ha reavivado uno de los debates más sensibles en la vida pública del país: ¿cómo equilibrar la necesidad de seguridad con la protección de los derechos humanos y la vigencia del orden civil?

Para algunos legisladores, especialmente de Morena y sus aliados, la respuesta es clara: la nueva ley representa un paso firme hacia una estrategia de seguridad más eficaz y coordinada. Con ella, afirman, se busca fortalecer la prevención del delito y optimizar la colaboración entre los tres niveles de gobierno, todo ello bajo una narrativa que insiste en el uso de inteligencia y respeto a los derechos humanos.

Sin embargo, esa visión no es unánime. Desde la oposición —con matices entre partidos— han surgido críticas que no deben ser desestimadas. El PRI, por ejemplo, ha señalado la falta de transparencia en el proceso legislativo, acusando que se ha impuesto una lógica de opacidad que erosiona la legitimidad democrática. A ello se suma una preocupación de fondo: la pérdida del carácter civil de la seguridad pública.

La voz del PAN ha estado dividida, pero varios de sus legisladores se alinean con quienes temen que el país se encamine hacia una normalización de la militarización. La diputada Claudia Ruiz Massieu, de Movimiento Ciudadano, fue tajante al advertir sobre una regresión institucional y un debilitamiento de las garantías ciudadanas.

No es una preocupación menor. La historia reciente en América Latina muestra que cuando se diluyen las fronteras entre lo civil y lo militar, los costos en términos de libertades, abusos y arbitrariedad pueden ser altos. El despliegue de fuerzas armadas en tareas de seguridad debe ser una medida excepcional, temporal y estrictamente regulada. Si se vuelve la norma, entonces debemos preguntarnos: ¿estamos construyendo un Estado más seguro o uno más autoritario?

Tampoco puede ignorarse el reclamo por la forma en que se aprobó la ley. Una democracia sana no solo se mide por el contenido de sus leyes, sino también por los procesos que las originan. Cuando se legisla sin debate amplio, sin rendición de cuentas clara, el riesgo no es solo una mala norma, sino una mala señal.

En medio de este panorama, hay algo que debería ser innegociable: la seguridad no puede lograrse a costa de los derechos humanos. Si el camino para garantizar la paz implica restringir libertades o debilitar controles civiles, entonces no estamos ante una solución, sino ante un retroceso.

La Ley de Seguridad ya es una realidad legal. El reto ahora es vigilar su aplicación, exigir transparencia en su implementación y, sobre todo, mantener viva la discusión pública sobre los límites y alcances de una política de seguridad democrática. Porque la verdadera seguridad no se impone: se construye con justicia, participación y respeto a los derechos.

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