Elio Villaseñor
“En tiempos de engaño universal, decir la
verdad se convierte en un acto revolucionario.”
— George Orwell
En los últimos años, hemos sido testigos de una preocupante descomposición en la manera de ejercer la política.
Esta ha dejado de concebirse como un servicio orientado al bien común o guiado por principios éticos, para transformarse en un ejercicio puramente pragmático.
Lo importante parece ser alcanzar el objetivo —sea cuotas de poder, influencia o recursos— sin reparar en los medios empleados, incluso si estos contradicen abiertamente los valores que se proclaman en el discurso público.
La coherencia ha dejado de ser una virtud; hoy predomina la defensa de lo que conviene, aunque contradiga lo que se sostuvo ayer. Discursos populistas y argumentos retóricos se emplean como instrumentos de manipulación y cálculo político, normalizando la simulación como parte del juego.
Así, se instauran nuevas reglas no escritas que han desplazado la ética por conveniencia estratégica.
Uno de los ejemplos más contundentes de esta lógica es Donald Trump. En plena campaña electoral, llegó a afirmar con total desparpajo: “Podría estar en medio de la Quinta Avenida y dispararle a alguien sin perder un solo votante.” Más que una provocación, esta frase constituye una confesión brutal de cómo la ética ha sido desplazada por el cálculo político, y de cómo el cinismo se ha instalado como norma en la retórica del poder.
No menos reveladora fue su declaración: “Solo yo puedo arreglar esto,” expresión de un autoritarismo mesiánico que reduce la política a la voluntad de un solo individuo, despreciando la verdad, la institucionalidad y la participación colectiva.
En México, el caso del expresidente Andrés Manuel López Obrador es también ilustrativo. Su lema fundacional “No mentir, no robar, no traicionar” contrasta con decisiones de gobierno que han generado serias dudas sobre su coherencia: la creciente militarización de la vida pública, la concentración del poder, la indulgencia hacia personajes cercanos señalados por corrupción, o la omisión ante la violencia criminal.
Cuando se le cuestiona, su respuesta suele ser: “Ya no es como antes,” como si renombrar las prácticas del pasado bastara para justificar su permanencia.
Pero este patrón de incongruencia no es exclusivo de un solo régimen ni de una sola ideología. Vicente Fox, quien llegó a la presidencia con promesas de transformación profunda y una energía casi mesiánica expresada en su famoso “¡Hoy, hoy, hoy!”, terminó evidenciando su indiferencia ante la justicia social con aquel despectivo “¿Y yo por qué?”, al ser instado a intervenir en favor de indígenas encarcelados injustamente.
En muchos casos, el pragmatismo termina por sepultar los ideales, y la coherencia política deja de verse como una exigencia ética para ser considerada un obstáculo incómodo.
Esta lógica perversa conduce a una desconexión progresiva con la realidad. Ya no se trata de comprender el entorno para transformarlo, sino de adaptarlo a los intereses propios, aunque ello implique distorsionarlo o negarlo.
Nos atrincheramos en burbujas de autojustificación, donde la ilusión reemplaza al compromiso.
Y en ese proceso, nos convertimos en espectadores pasivos —cuando no cómplices— de una política vaciada de sentido, desprovista de valores, convertida en herramienta de manipulación más que en instrumento de construcción colectiva.
Como han señalado diversos analistas con amarga lucidez: “En política, la coherencia es un lujo que pocos pueden pagar.”
El problema es que, cuando la incoherencia se convierte en norma, no solo se deteriora la calidad del debate público, sino que también se mina el tejido mismo de la democracia.
En no pocos casos, terminamos reproduciendo —y hasta justificando— las mismas malas prácticas que antes se denunciaban con indignación.
Frente a ello, resulta urgente replantear el sentido profundo del ejercicio político: que deje de significar una lucha por intereses particulares y recupere su vocación de servicio, su raíz ciudadana, su dimensión ética y su compromiso con el bien común.
El reto es enorme, pero no imposible. Es de esperar que surjan cada vez más voces desde la sociedad civil, desde los espacios locales, desde las nuevas generaciones, que exijan a quienes ostentan el poder una manera distinta de hacer política: más honesta, más transparente, más consciente de su responsabilidad histórica ante la sociedad.