Laura Ruiz
Reducir la jornada laboral a 40 horas semanales no es una concesión: es justicia. México comienza, por fin, a saldar una deuda histórica con su clase trabajadora.
La presidenta Claudia Sheinbaum y el secretario del Trabajo, Marath Bolaños, han puesto fecha a una promesa largamente postergada: la jornada laboral de 40 horas será una realidad en México para enero de 2030. Aunque su implementación será gradual, esta reforma a la Ley Federal del Trabajo es, sin duda, un hito histórico que pone al centro el bienestar de millones de trabajadores que hoy cargan con jornadas excesivas, mal pagadas y poco productivas. Porque no es solo una cuestión de tiempo, es una cuestión de dignidad.
El desgaste invisible: trabajar más para vivir menos
Hoy, dos de cada tres mexicanos trabajan más de 40 horas a la semana. Uno de cada cuatro lo hace incluso por encima del límite legal de 48 horas. Y, sin embargo, México ocupa uno de los últimos lugares en productividad dentro de la OCDE. El mensaje es claro: trabajar más no significa trabajar mejor.
La sobrecarga horaria ha robado a generaciones enteras su derecho al descanso, a la salud mental, a convivir con su familia o simplemente a vivir. La nueva legislación no solo recupera ocho horas por semana para los trabajadores, también recupera el sentido de lo que debe ser el trabajo en una sociedad moderna: un medio de vida, no una condena.
Entre la voluntad política y la realidad
El anuncio presidencial se dio con fuerza simbólica: no en un foro legislativo o empresarial, sino rodeada de líderes sindicales. La reforma no se sugiere, se asume como bandera sexenal. Y aunque existen antecedentes e iniciativas de múltiples partidos en el Congreso, Sheinbaum le pone cronograma, micrófono y capital político. Esto puede interpretarse como una jugada estratégica, pero también como una oportunidad única para concretar un cambio profundo.
Ahora bien, la promesa tiene fecha: enero de 2030. Esa línea temporal cambia las reglas del juego. Porque no es lo mismo discutir una idea que diseñar una ruta con hitos concretos. Habrá que responder preguntas fundamentales: ¿Qué sectores serán los primeros en reducir horas? ¿Qué apoyos recibirán las pequeñas empresas? ¿Cómo se medirá el avance? ¿Qué herramientas de inspección acompañarán el proceso?
¿Y los sindicatos?
Resulta paradójico que una reforma laboral de tal envergadura avance con escasa participación del sindicalismo tradicional. En los primeros foros, su ausencia fue notoria. ¿Dónde están las voces de quienes históricamente debieron defender esta causa? ¿Cómo se explica que el impulso venga más del Ejecutivo que de las organizaciones obreras?
Es momento de que los sindicatos recuperen su papel protagónico, no como espectadores ni beneficiarios indirectos, sino como actores activos que velen por la correcta aplicación de la reforma en cada sector, empresa y territorio.
Quienes argumentan que “no es el momento” para esta transformación olvidan que nunca lo ha sido, y que los derechos laborales no deben estar sujetos al vaivén económico ni al humor del mercado. Como dijo la presidenta: “Siempre es buen momento para defender a las y los trabajadores de México”.
La gradualidad no debe ser excusa para la inacción. Si el gobierno realmente quiere cumplir con su promesa, necesitará firmeza frente a las resistencias empresariales, compromiso con los sectores más vulnerables y una estrategia seria para convertir este proyecto en política pública efectiva.
Poner el reloj a favor de quienes siempre han corrido contra el
La jornada de 40 horas semanales no es el final de una lucha, es el comienzo de una transformación cultural sobre lo que significa trabajar y vivir dignamente. No se trata solo de productividad, competitividad o “modernización”. Se trata de tiempo recuperado, de salud mental, de familias, de calidad de vida.
Por primera vez en mucho tiempo, parece que el reloj empieza a correr del lado correcto. Del lado de los trabajadores. Ojalá no nos quedemos a mitad del camino.