Dario Mendoza
Ante los ojos de las élites empresariales y políticas de México, se realizó una elección que ha sido todo un disparate o, como dijo el Financial Times, “un experimento kafkiano”donde las victimas fueron los miles de abuelitos (más de uno desgraciadamente falleció en el centro de votación) que fueron prácticamente obligados a votar -por el miedo a perder y/o la necesidad de seguir contando con sus “apoyos” en efectivo- y que representan la franja poblacional que más votó, como lo vimos en transmisiones y redes sociales.
Sin duda se trató de todo un disparate en el que, incluso quienes lo diseñaron y legitimaron, tuvieron que llevar su acordeón para participar. Si así votaron los que “saben”, seguramente fue todo un circo de muchas pistas para los que no tenían ni idea. Un ejercicio caro y un espectáculo absurdo: todo para desaparecer el contrapeso que representaba el Poder Judicial, fortalecido con 30 años de profesionalización y carrera, para regresar al esquema del viejo PRI todopoderoso, al que todos se sometieron durante 70 años.
Que el populismo de pseudo izquierda suba al poder por la escalera de la democracia y que, ya estando arriba, se dedique a destruirla para que nadie más acceda, lo hemos visto una y otra vez en distintos países: eso no sorprende.
Que a lo largo de la historia existan personas que usen todo tipo de recursos -legales e ilegales- para obtener más y más poder y, que cambien las leyes para preservar el control absoluto, tampoco causa asombro. América Latina ha sufrido todo tipo de autócratas que se disfrazan de demócratas.
Lo que más llama la atención, es la forma como llegamos a semejante farsa del absurdo. Porque la elección del domingo pasado sólo ha sido la cereza del pastel, horneado y servido a partir de la degradación social y moral de las élites de este país.
Hay que decirlo: tan burda pantomima fue posible gracias a aquellos ciudadanos que, a pesar de tener mayores recursos para defender la libertad y la democracia, decidieron mirar hacia otro lado y callar o, incluso, se tornaron complacientes con el nuevo poder que avanzó sin resistencias, torció la ley y que sigue su camino sin adversario a la vista; esto es: las élites mexicanas sólo se han mantenido al cuidado de sus propios intereses.
Ahí están los grandes empresarios de este país que no dijeron ni pío y prefieren culpar a Donald Trump, antes que denunciar la pérdida de las libertades, la seguridad jurídica y la división de poderes que sucede ante su mirada temerosa o complaciente.
Como dijo Lenin: “Los burgueses nos van a vender la soga con la que los vamos a ahorcar”.
Mientras, los partidos de oposición juegan a ser opositores porque, muchos de sus impresentables, dirigentes al tener la cola larga no les queda de otra, más que tener la lengua chica. Y, al igual que las élites empresariales, se dedican a cuidar su cada vez más reducida tajada del presupuesto y practican la “Mismocracia”: son siempre los mismos. Saben que, con el nuevo populismo, se necesita una oposición domesticada, para que todos los procesos políticos tengan la apariencia de ser democráticos. Por ello, algunos de estos dirigentes son campeones de la ambigüedad y la cobardía cada que le hablan a los ciudadanos.
La captura total del Poder Judicial que hoy se festeja desde el poder, va a terminar -como siempre ocurre en los regímenes totalitarios- en un desastre social y económico.
En un mundo donde la inversión y el crecimiento económico son motores del desarrollo, el Estado de Derecho y la división de poderes emergen como pilares fundamentales para garantizar un entorno propicio para la prosperidad. Estos principios, lejos de ser meros conceptos jurídicos, son la base sobre la cual se construye la confianza de los inversionistas, se fomenta la innovación y se impulsa el progreso económico de las naciones.
Pues bien: con el despropósito electoral del domingo, México se aleja de dicho horizonte de crecimiento y verdadero desarrollo. Se consolida, así, el sistema de partido único y, sus consecuencias, apenas empiezan a sacudir a la nación. Ahí ya se encuentra una sociedad que se ha polarizado bajo el relato del resentimiento y la división. Y “una casa dividida cae”.
No nos engañemos: en México el problema no son exclusivamente Donald Trump ni los viejos políticos que hoy visten de guinda; el problema también es la cobardía de las élites mexicanas.