“La justicia no debe ser un privilegio de unos pocos,
sino un derecho de todos.”
— Amnistía Internacional
En México, los recientes acontecimientos que involucran a figuras de poder, como la detención de Hernán Bermúdez en Paraguay, el arresto de dos sobrinos del secretario de Marina, Rafael Ojeda Durán, y otros altos funcionarios militares y empresarios vinculados al huachicol fiscal, reabren un interrogante fundamental: ¿hasta dónde puede llegar la justicia cuando los responsables pertenecen al mismo círculo de poder político y económico?
La pregunta parece sencilla, pero la respuesta se complica cuando se observa la selectividad con la que se aplica la justicia en el país.
Lo que en teoría debería ser un principio imparcial y universal, en la práctica se convierte en un instrumento moldeado por los intereses del poder.
Este patrón de actuación no es nuevo en México: se castiga a los operadores intermedios, pero rara vez se toca a los verdaderos responsables, aquellos con mayores vínculos y protección.
La impunidad, como un sistema estructural, continúa permeando las instituciones, limitando el acceso real a la rendición de cuentas.
La selectividad de la justicia: Entre la negociación y la simulación
En este contexto, surge una reflexión inevitable: ¿actúan las autoridades con independencia y convicción, o lo hacen presionadas por actores externos —particularmente Estados Unidos— que buscan imponer sus intereses estratégicos en la región? ¿Estamos ante una justicia que se negocia y se administra a conveniencia, ofreciendo resultados parciales para aparentar eficacia sin afectar a los verdaderos intocables?
Este fenómeno de justicia selectiva no es exclusivo del presente; ha sido una constante en la historia reciente del país y se refleja con claridad en el discurso oficial.
Hoy se repite una narrativa comparativa que intenta relativizar la gravedad de los hechos: “al menos ahora se investiga, antes ni eso”, se argumenta.
Bajo esta lógica, también se ha desplazado el enfoque sobre la responsabilidad presidencial.
En el pasado, los presidentes presumían conocer cada movimiento de sus funcionarios; hoy, en cambio, se insiste en que “no estaban enterados” de que sus colaboradores mantenían vínculos con estructuras criminales.
Este tipo de declaraciones no sólo debilitan la credibilidad institucional, sino que minimizan la responsabilidad política actual, reproduciendo la idea de que la corrupción y la complicidad con el crimen organizado son parte inherente del sistema.
Así, se construye la imagen de una supuesta “limpieza” desde dentro, mientras redes de corrupción como el huachicol fiscal permanecen intactas y fuera del alcance real de la justicia.
El dilema central: ¿Protección del poder o verdadera justicia?
Ante este panorama, el dilema que enfrenta México es tan claro como urgente: ¿será posible avanzar hacia un auténtico Estado de derecho, donde la ley se aplique sin distinción de rango o poder, o prevalecerá la lógica de la negociación política, protegiendo a quienes ocupan posiciones privilegiadas y dejando intactas las estructuras de impunidad?
La presión internacional, especialmente de Estados Unidos, no resuelve este dilema: más bien lo agrava. La justicia mexicana se convierte en una ficha más en la mesa de negociación geopolítica, especialmente en asuntos sensibles como el Tratado de Libre Comercio o el control migratorio.
En ese contexto, el uso estratégico de ciertos casos judiciales termina sirviendo más a intereses externos que a la consolidación interna de un sistema justo.
La pregunta de fondo, entonces, permanece abierta: ¿será posible que la justicia en México rompa con sus límites históricos de selectividad y connivencia, o se confirmará, una vez más, que el poder sigue protegiendo al poder?