Elio Villaseñor
“No preguntes qué puede hacer tu país por ti,
pregunta qué puedes hacer tú por tu país”
— John F. Kennedy
Una de las etapas más significativas en nuestra lucha social fue la comprensión de que nuestras acciones debían vincularse con lo cívico.
Fue entonces cuando asumimos la necesidad de empoderar a los actores sociales para disputar y ejercer, en toda su dimensión, nuestros derechos sociales, económicos, culturales, ambientales y políticos.
En el contexto del sismo político de 1988, comenzamos a articular esfuerzos con otros actores para construir un México donde el poder ciudadano tuviera una expresión clara y contundente.
Desde nuestros espacios sociales, nos sumamos a la lucha por desmantelar la arquitectura política del clientelismo y el corporativismo.
Con el tiempo, ampliamos nuestra agenda, incorporando la exigencia de transparencia y la defensa de los derechos políticos.
Pronto entendimos que nuestra participación debía ir más allá de la denuncia: aspirábamos a incidir directamente en el diagnóstico, la implementación y la evaluación de las políticas públicas.
Fue en ese proceso donde descubrimos el valor de nuestra experiencia colectiva y cómo nuestra inteligencia social podía aportar al país, ayudando a definir su rumbo.
Con el tiempo, muchos logros obtenidos de facto se transformaron en derechos reconocidos, gracias a la fuerza construida en múltiples frentes de acción ciudadana.
Sin embargo, hoy ese proceso se encuentra marginado.
Hemos regresado a una lógica en la que la ciudadanía es vista como mera receptora, no como protagonista de la política pública.
Muchos de quienes formaron parte de los movimientos sociales ahora integran el gobierno, pero parecen haber sido absorbidos por la vieja arquitectura del régimen que alguna vez enfrentamos.
Hoy no hay un interés genuino por fortalecer el tejido social desde lo comunitario.
En lugar de empoderar a las comunidades, se distribuyen apoyos con la única finalidad de garantizar una base electoral que mantenga el poder político. Lo que antes era el centro de la comunidad, ahora lo es el aparato gubernamental.
A pesar de este escenario adverso, una lección permanece intacta: no podemos abandonar nuestra lucha por la dignidad ni renunciar a nuestro papel como actores en la construcción del rumbo nacional.
La narrativa oficial insiste en que “nos está yendo bien”, aunque la realidad muestra una economía frágil, violencia persistente, desabasto de medicamentos y un entorno internacional cada vez más hostil.
Por eso, debemos mantener viva la convicción de disputar nuestros espacios sociales y cívicos, reafirmándonos como sujetos activos del interés público.
Como ayer, hoy sabemos que nuestra fuerza radica en el fortalecimiento de la vida comunitaria y en una actitud proactiva frente a la adversidad.
La gran disputa de nuestro tiempo es lograr que el espacio público reconozca nuestras agendas, abrace nuestras causas y garantice nuestros derechos humanos. Esa es la tarea inaplazable que hoy nos convoca.