Congresistas

El silencio que resiste: desinformación, apatía e incertidumbre democrática.

“El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer.
Y en ese claroscuro surgen los monstruos

Antonio Gramsci, filósofo y político

El telón cayó tras el espectáculo electoral de la reforma del Poder Judicial. Tal como se anticipaba, los candidatos de Morena resultaron ampliamente favorecidos, lo que permite al oficialismo consolidar su dominio sobre los tres poderes del Estado: el Ejecutivo, el Legislativo y, ahora también, el Judicial.

Pero más allá de los ganadores, el gran protagonista fue una figura ausente pero contundente: la ciudadanía silenciosa. Millones optaron por no participar. No se trató solo de apatía; fue desinformación, desconcierto e incluso rechazo ante un proceso electoral complejo y poco transparente, en el que se debía votar con hasta seis boletas repletas de nombres desconocidos.

Esta elección pareció tener un propósito más simbólico que democrático: legitimar el desmantelamiento del sistema judicial vigente —visto como un obstáculo— e instalar uno alineado con el poder.

La participación fue mínima: apenas un 13% del padrón acudió a las urnas, y de ese porcentaje, casi el 10% anuló su voto. En otras palabras, 87% de los ciudadanos se abstuvo.

La democracia mexicana, activa en lo formal, luce cada vez más desconectada de su base social.

A ello se suma que muchos de los votos válidos fueron emitidos bajo presión o condicionamiento: el miedo a perder apoyos sociales y el cumplimiento de instrucciones dictadas desde fuera del cuarto de votación.

Todo esto revela una participación coaccionada, no una expresión libre de la voluntad popular.

En este contexto surge una ciudadanía que no está dormida, sino que comienza a resistir de otras formas.

A veces participa, otras se abstiene con intención. Apoya a la presidenta electa, pero también denuncia la corrupción, la inseguridad y la falta de desarrollo.

Se mueve entre la necesidad de protección y la angustia que provoca la incertidumbre cotidiana.

El gran dilema ahora es el sistema de justicia. Cada año ingresan más de dos millones de casos a los tribunales —unos 5,500 diarios—. Los conflictos más comunes son familiares (38%), civiles (25%), mercantiles (22%), penales (11%) y, en menor medida, laborales y administrativos.

Con el nuevo modelo, ¿a quién responderán los jueces, magistrados y ministros elegidos por voto popular? ¿A la ciudadanía? ¿A la ley? ¿O a quienes los llevaron al cargo? ¿Están preparados? ¿Serán independientes?

Todo apunta a que muchos de estos nombramientos responden más a lealtades políticas que a méritos profesionales.

Nos dirigimos hacia una justicia más subordinada, donde el acceso dependerá del poder y el dinero. Para las personas más pobres, la justicia será aún más distante.

Sin embargo, aún queda una esperanza: esa ciudadanía silenciosa que empieza, poco a poco, a despertar.

Porque no podemos permitir que el país siga retrocediendo.

Porque no debemos aceptar la ilusión de que “todo está bien”, cuando en realidad, nuestros derechos están en juego.

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