Laura Ruiz
El gobierno de la Doctora Claudia Sheinbaum ha entregado al Congreso su primer Paquete Económico, una propuesta que marcará la ruta de su sexenio en materia de finanzas públicas. El documento busca enviar un mensaje de estabilidad en el que se proyecta un crecimiento de entre 1.8 y 2.8%, un déficit de 4.1% del PIB, ligeramente menor al de 2025 y un gasto total superior a los 10 billones de pesos. La promesa es clara, una disciplina fiscal, inversión social y proyectos de infraestructura que apuestan por el desarrollo regional.
Sin embargo, detrás de los números se esconden dilemas políticos y sociales. El recorte al déficit no se logra ampliando la base tributaria ni con una reforma fiscal progresiva, sino con nuevos “impuestos saludables” que cargan de manera indirecta al consumo de las familias. Aumentar el precio de refrescos, cigarros, apuestas y videojuegos puede sonar atractivo en términos de salud pública, pero también representa un golpe al bolsillo de sectores que ya enfrentan inflación acumulada y bajos salarios.
Más aún, la eliminación de beneficios fiscales a los bancos por sus pagos al IPAB, aunque justa en apariencia, apenas aportará unos miles de millones adicionales, insuficientes frente a las necesidades de inversión en salud, educación o seguridad. La carga real sigue recayendo en la recaudación de ISR e IVA, es decir, en trabajadores formales y en el consumo generalizado.
En materia de gasto, la prioridad vuelve a ser la política social: casi un billón de pesos se destinará a programas como la Pensión para Adultos Mayores o las Becas Benito Juárez. Nadie niega su importancia en un país con tanta desigualdad, pero la pregunta es si estos apoyos, sin políticas complementarias de empleo, salud y seguridad, logran romper los círculos de pobreza o solo se convierten en paliativos de corto plazo.
El Paquete Económico 2026 es, en el fondo, una apuesta por la continuidad: más gasto social, más deuda, impuestos indirectos disfrazados de políticas de salud y un margen muy estrecho para impulsar la competitividad y la innovación. El gobierno presume estabilidad y prudencia; la realidad podría ser otra si la economía global se desacelera o si la recaudación esperada no se cumple.
En suma, Sheinbaum presenta un presupuesto que equilibra las cuentas en el papel, pero que sigue postergando la discusión de fondo: ¿cuándo se atreverá México a construir una verdadera reforma fiscal progresiva, que haga pagar más a quienes más tienen y no recaiga siempre sobre quienes menos pueden?
El primer Paquete Económico del gobierno de Claudia Sheinbaum no solo es un conjunto de cifras técnicas; también es una declaración de principios. En él se refleja la intención de construir un modelo de desarrollo que combina disciplina fiscal con una apuesta social inédita en la historia reciente de México.
Más de 987 mil millones de pesos se destinarán a programas sociales prioritarios: la Pensión para Adultos Mayores, las Becas Benito Juárez, apoyos al campo y a comunidades históricamente marginadas. Esta decisión no es menor: representa casi el 3% del PIB y confirma la convicción de que el bienestar debe estar en el centro de la política pública. Es un enfoque humanista que reconoce que el crecimiento económico carece de sentido si no se traduce en dignidad para las personas.
Al mismo tiempo, el Paquete mantiene la disciplina fiscal al reducir el déficit a 4.1% del PIB y al proyectar un crecimiento económico moderado pero realista. En otras palabras, se busca gastar con responsabilidad sin abandonar el compromiso con quienes menos tienen. La eliminación de privilegios fiscales para los bancos y la introducción de impuestos correctivos a productos nocivos para la salud son señales de que el Estado pretende orientar la economía hacia el bien común, aunque estas medidas puedan incomodar a ciertos sectores.
El énfasis en infraestructura caminos, trenes, proyectos portuarios también habla de una visión humanista: conectar regiones olvidadas, facilitar la movilidad y abrir oportunidades para comunidades enteras. No se trata de megaproyectos desconectados de la vida cotidiana, sino de obras con impacto directo en la calidad de vida.
Por supuesto, los retos son enormes. La pregunta de fondo es si este enfoque será sostenible a lo largo del sexenio, en un contexto global incierto y con limitaciones estructurales en la recaudación tributaria. Pero por primera vez en mucho tiempo, el presupuesto se presenta no solo como un ejercicio contable, sino como una hoja de ruta con valores claros: justicia social, equidad y desarrollo con dignidad.
El Paquete Económico 2026 es, en este sentido, más que números. Es la expresión de un proyecto de nación que pone al ser humano en el centro, convencido de que la estabilidad económica no se mide solo en déficit o deuda, sino en la capacidad de un Estado para garantizar derechos, cerrar brechas y construir un México más justo.
Paquete Económico 2026: cifras sociales con deuda pendiente
El gobierno de Claudia Sheinbaum presentó su primer Paquete Económico con un discurso de justicia social. Y no es un discurso vacío: las cifras hablan. En 2026, se destinarán 987 mil millones de pesos a programas sociales prioritarios, el equivalente al 3% del PIB. Solo la Pensión para Adultos Mayores absorberá 526 mil millones, beneficiando a más de 12 millones de personas, con un apoyo bimestral de 6,000 pesos. A ello se suman las Becas Benito Juárez, que con 184 mil millones de pesos alcanzarán a 12 millones de estudiantes, desde primaria hasta universidad. Según Hacienda, estos programas llegarán al 82% de los hogares mexicanos.
El presupuesto también busca cerrar brechas regionales. Más de 228 mil millones de pesos irán a infraestructura: carreteras como Ciudad Valles–Tampico o Saltillo–Monclova, y trenes como Querétaro–Irapuato y AIFA–Pachuca. Obras que, en teoría, impactan directamente a comunidades alejadas y pueden traducirse en empleos y mejores precios para productores locales.
En términos macroeconómicos, el paquete proyecta un crecimiento del PIB entre 1.8% y 2.8%, una inflación del 3% y un déficit de 4.1% del PIB, ligeramente inferior al 4.3% de 2025. La deuda pública se mantendría en torno al 52.3% del PIB, una cifra que, aunque manejable, refleja que el país sigue financiando gasto con deuda.
Pero el lado menos amable también está en los números. El aumento al IEPS sobre refrescos, tabaco y apuestas, con el caso más visible en las bebidas azucaradas que subirán a 3.08 pesos por litro (un alza del 87% respecto a 2025), es presentado como un impuesto “saludable”. Sin embargo, no deja de ser un gravamen indirecto que pega más fuerte a las familias de bajos ingresos, quienes destinan mayor proporción de su gasto a estos consumos. La paradoja es evidente: se dan apoyos millonarios por un lado y se recaudan impuestos regresivos por el otro.
En conclusión, el Paquete Económico 2026 es, sin duda, el más social de la última década. Destina más de un billón de pesos a transferencias directas, invierte en infraestructura regional y busca mantener equilibrio fiscal. Pero su talón de Aquiles sigue siendo el mismo: la falta de una reforma tributaria progresiva que haga pagar más a quienes más tienen. Mientras eso no ocurra, el costo real de la disciplina fiscal y de la política social seguirá recayendo, en buena medida, sobre los bolsillos de quienes menos pueden resistirlo.
El Paquete Económico 2026 pretende beneficiar a la población más pobre a través de transferencias directas históricas, casi un billón de pesos, inversión en infraestructura con enfoque regional, fortalecimiento de servicios públicos y estabilidad macroeconómica.
El gran reto será que estos apoyos no se diluyan por la inflación y que se acompañen de políticas estructurales que generen empleo formal y movilidad social real.
El Paquete Económico 2026 llegó con el sello característico de este sexenio: gasto social elevado, obras de infraestructura y un discurso de justicia redistributiva. Sin embargo, detrás de esas cifras que parecen dar tranquilidad a millones de beneficiarios, se esconde un riesgo mayor: la creciente dependencia del país al endeudamiento.
El diputado Héctor Saúl Téllez de la bancada de Acción Nacional, señaló que en 200 años de vida independiente, México acumuló un saldo histórico de deuda de 10.5 billones de pesos. Pero en apenas ocho años de este régimen, la deuda crecerá en otros 10 billones, prácticamente el doble. Para 2026, el Paquete Económico prevé un techo de endeudamiento de 1.78 billones de pesos, uno de los más altos autorizados en la historia reciente.
Esto implica que la deuda pública representará alrededor del 52% del PIB. Aunque en el discurso oficial se insiste en que la cifra sigue siendo “manejable” —sobre todo al compararla con países que superan el 80%—, lo cierto es que cada punto adicional de deuda significa menos espacio fiscal para inversión futura y más recursos destinados al pago de intereses.
El Paquete Económico proyecta 8.7 billones de ingresos, pero plantea un gasto aún mayor. Ese diferencial, el déficit de 4.1% del PIB, será cubierto con deuda. Es decir, seguimos gastando más de lo que recaudamos, no porque se haya hecho una reforma tributaria que obligue a los que más tienen a aportar más, sino porque se ha optado por endeudar al Estado para sostener programas sociales que, aunque necesarios, no cuentan con una base fiscal sólida.
La contradicción es evidente: mientras los apoyos directos suman más de 987 mil millones de pesos, se compromete al país a pagar una deuda que hipotecará los recursos de futuras generaciones. No se trata de negar la importancia de las pensiones o las becas, sino de advertir que, si no se fortalece la recaudación progresiva, el costo de esta política “humanista” lo terminarán pagando los más pobres cuando el margen fiscal ya no alcance.
El Paquete Económico 2026 es, sin duda, socialmente generoso, pero fiscalmente riesgoso. No se puede llamar justicia social a un modelo que depende de endeudar al país a ritmos históricos. El verdadero humanismo no debería descansar en el crédito, sino en un sistema tributario justo y sostenible.
El Paquete Económico 2026 llegó con un anuncio llamativo: el aumento al IEPS sobre refrescos, bebidas endulzadas y productos calóricos generará alrededor de 35 mil millones de pesos adicionales. La presidenta prometió que esos recursos se destinarán a “mejorar la salud de los mexicanos”. En el discurso suena convincente: gravar productos nocivos y usar lo recaudado para fortalecer hospitales, clínicas y atención médica preventiva.
Pero la letra del paquete cuenta otra historia. Ni un solo párrafo, ni una sola línea establece un fondo específico de salud para garantizar que esos 35 mil millones se apliquen realmente al sistema sanitario. La contradicción es grave: mientras se habla de combatir la diabetes, la obesidad o las enfermedades cardiovasculares, el presupuesto no asegura un destino directo de esos ingresos.
La oposición ya levantó la voz, plantean la creación de un fondo con candados específicos, que impida que estos recursos terminen en el saco roto del gasto corriente o, peor aún, en proyectos cuestionados por sus sobrecostos y corrupción. Y tienen razón: en un país donde el desabasto de medicamentos es crónico y donde hospitales públicos carecen hasta de insumos básicos, resulta inconcebible que un impuesto “saludable” no esté acompañado de un diseño presupuestal transparente.
El riesgo es evidente: el IEPS a refrescos podría convertirse en una simple herramienta recaudatoria disfrazada de política pública, en lugar de ser un verdadero instrumento para fortalecer la salud. Y esto, en un sexenio que ya acumula críticas por haber precarizado el sistema sanitario, sería un error político y ético de gran calado.
Si el gobierno quiere ser congruente con su discurso humanista, debe blindar esos 35 mil millones de pesos y garantizar que lleguen a lo que más se necesita: hospitales equipados, medicamentos disponibles y campañas de prevención. De lo contrario, el IEPS será recordado como un impuesto más que prometió salud pero financió cualquier otra cosa.