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Educación pública en ruinas: la CNTE como síntoma, no como causa

La reciente oleada de movilizaciones de la CNTE en la Ciudad de México, que ha incluido bloqueos al Aeropuerto Internacional y al corazón del Centro Histórico, ha vuelto a poner en primer plano un problema que muchos preferían ignorar: la crisis crónica de la educación pública en México. Las protestas, las pérdidas económicas y el caos vial han desatado todo tipo de reacciones, desde la irritación ciudadana hasta el oportunismo político. Sin embargo, más allá del ruido, lo que estamos presenciando no es la causa del desastre educativo, sino uno de sus síntomas más visibles.

La Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) es sin duda una de las organizaciones sociales con mayor capacidad de movilización del país. Esto no es nuevo. Lo nuevo —o más bien, lo que parecía haberse dormido— era el conflicto abierto entre el magisterio disidente y el gobierno federal. Durante el sexenio de Andrés Manuel López Obrador, la relación fue de conveniencia mutua. AMLO les ofreció respaldo político y algunas concesiones simbólicas; la CNTE, a cambio, contuvo su capacidad disruptiva en momentos clave. Pero esa alianza ya no existe. Hoy, la presidenta Claudia Sheinbaum hereda un problema que su antecesor solo contuvo, pero no resolvió.

Es crucial no perder de vista lo esencial: la raíz de esta conflictividad no está en los bloqueos, sino en el fracaso sistémico del Estado mexicano para garantizar una educación pública de calidad, equitativa y digna tanto para estudiantes como para maestros. Durante décadas, las políticas educativas se han movido entre dos extremos: la imposición tecnocrática y meritocrática (como la reforma educativa de Peña Nieto) y la entrega clientelar y sin rumbo (como la contrarreforma de AMLO). En ambos casos, el resultado ha sido el mismo: desconfianza mutua, falta de profesionalización, condiciones laborales indignas y un sistema educativo estancado.

Nadie niega que los maestros —especialmente en las regiones más pobres— trabajen en condiciones deplorables. México es uno de los países de la OCDE con peores salarios para el personal docente. Pero tampoco podemos seguir tolerando que sindicatos como la CNTE sigan operando bajo lógicas corruptas: el tráfico de plazas, la resistencia a cualquier forma de evaluación o actualización docente, y el uso de los estudiantes como rehenes políticos.

La verdadera tragedia es que mientras gobierno y magisterio se enfrentan por cuotas de poder o beneficios sectoriales, millones de estudiantes reciben una educación mediocre. Se pierden clases por paros, pero también por falta de maestros, por escuelas sin materiales, por planes de estudio improvisados como la llamada “Nueva Escuela Mexicana”, y por la negligencia oficial para revertir el impacto educativo de la pandemia.

La pregunta de fondo es incómoda pero inevitable: ¿cómo podemos exigir una educación de calidad cuando ni el Estado está dispuesto a invertir con seriedad, ni parte del magisterio quiere asumir estándares mínimos de excelencia profesional?

La crisis de la educación pública mexicana no se resolverá con más concesiones políticas ni con más represión. Se requiere una visión integral: financiamiento suficiente, dignificación laboral, evaluación justa pero rigurosa, y —sobre todo— una voluntad política auténtica para colocar a los estudiantes en el centro del sistema. Hasta que eso ocurra, seguiremos viendo a la CNTE en las calles, a los gobiernos paralizados y a la educación pública hundiéndose un poco más cada día.

La Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) ha vuelto a tomar el escenario nacional, y lo ha hecho con fuerza: paro indefinido desde el 15 de mayo, bloqueos en la Ciudad de México, y una exigencia clara al Gobierno Federal: la derogación de la reforma al sistema de pensiones del ISSSTE de 2007. El conflicto, sin embargo, va más allá de una disputa laboral. Es un desafío directo al modelo económico que sostiene las finanzas públicas del país.

No es difícil entender el origen del malestar. Los maestros afiliados a la CNTE —provenientes en su mayoría de Oaxaca, Guerrero y Michoacán— enfrentan condiciones laborales marcadas por la precariedad. Según cifras oficiales, su salario promedio no llega a los 8 mil pesos mensuales, la mitad de lo que gana un trabajador promedio del IMSS. Su horizonte de retiro, bajo el sistema de cuentas individuales en Afores, es desalentador. En ese sentido, su reclamo es legítimo. Exigen certezas en un país donde, incluso con 30 años de servicio, jubilarse dignamente se ha vuelto un lujo.

El problema es que no toda demanda legítima es viable. Volver a un sistema de pensiones solidario —donde el Estado garantiza una pensión calculada con base en el último sueldo— implica un gasto que las finanzas públicas simplemente no pueden sostener. El envejecimiento de la población y la informalidad laboral hacen inviable que una base activa cada vez más reducida cargue con el peso de jubilaciones crecientes. No hay presupuesto que aguante. Para hacerlo posible, el Gobierno tendría que reformar de raíz el sistema fiscal, algo que no se resuelve en una mesa de negociación exprés.

La CNTE, sin embargo, ha optado por la presión máxima. Su estrategia ha sido interrumpir la movilidad en la capital, afectar el día a día de millones de ciudadanos y desafiar públicamente al Gobierno de Claudia Sheinbaum. Esto ocurre, además, cuando ni siquiera se había cerrado la puerta al diálogo. Lejos de fortalecer su causa, esta postura los pone en riesgo de perder el respaldo social y político que podrían haber conseguido apelando a la justicia de su reclamo. Cuando el legítimo descontento se transforma en castigo para la ciudadanía, el apoyo se convierte en rechazo.

Del otro lado, el Gobierno enfrenta una prueba de madurez. No puede ni debe ceder a presiones que comprometan la sostenibilidad del país. Pero tampoco puede ignorar la profundidad del agravio social que representa este conflicto. Negarse en redondo a la reinstalación del viejo sistema de pensiones no implica cerrar la puerta a una mejora real en condiciones laborales, en esquemas híbridos de retiro, o en mecanismos de transición más justos para quienes han pasado décadas en el aula.

Estamos ante un momento delicado que exige política, en el mejor sentido de la palabra: negociación, sensibilidad y visión de largo plazo. La CNTE no puede comportarse como si la 4T fuera su rehén; el Gobierno no puede tratar a los maestros como si fueran una molestia más que hay que sofocar.

Si este conflicto se convierte en una batalla de imposibles, todos perdemos. Pero si se convierte en un ejercicio de responsabilidad compartida, podría abrir una nueva conversación nacional sobre el derecho a un retiro digno en México.

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