“La revolución no implica destruir sino construir, no implica arrasar sino edificar”
Salvador Allende, 04 de septiembre de 1970
Volvemos al ciclo eterno en el que la serpiente se muerde la cola. No es Asclepio la medicina, es el áspid oculto entre los higos.
El 1° de junio ha sido, históricamente, una fecha emblemática en México. En 1842, Mariano Otero —promotor del Juicio de Amparo— publica su ensayo El verdadero estado de la cuestión social y política que se agita en la República Mexicana. En él aborda con agudeza los problemas que aquejaban al país tras la guerra de Independencia. Su crítica es directa contra los fueros eclesiásticos y militares, a los que se opone con firmeza, por considerar que vulneraban los principios de equidad y justicia.
Paradójicamente, esos mismos privilegios que Otero denunció en el siglo XIX son los que hoy muchos políticos ostentan con orgullo, como si fuesen medallas de honor y no símbolos de impunidad. Basta con mirar los casos de Cuauhtémoc Blanco o Félix Salgado Macedonio para entender cómo los viejos vicios se han reciclado con nuevos nombres.
Otero no solo diagnosticó con claridad la situación social, política y económica de su tiempo. También propuso una ruta hacia la construcción de una nación fuerte, cimentada en la legalidad y la participación ciudadana.
Décadas después, el 1° de junio de 1887, se instala la nueva Suprema Corte de Justicia de la Nación, como resultado de la reforma del año anterior. Dicha reforma establecía que los ministros serían elegidos por voto popular, una medida que, si bien buscaba democratizar el poder judicial, en la práctica debilitó su autonomía y transformó a la Corte en una extensión del poder presidencial.
Hoy, nuevamente, llegamos a un primero de junio atravesado por la desconfianza. La elección judicial —la primera de su tipo en la historia contemporánea de México— no despierta esperanza, sino dudas. Es un capítulo más en una historia democrática marcada por tensiones, retrocesos y simulaciones.
La Suprema Corte actual se encuentra debilitada y estigmatizada, luego de una campaña sistemática de desprestigio impulsada desde el poder ejecutivo durante el sexenio de Andrés Manuel López Obrador. Se ha sembrado desconfianza en una institución que, aunque perfectible, representa uno de los pocos contrapesos reales que subsisten en el sistema político mexicano.
Que no nos vengan con la falacia de que “la democracia ha ganado”. Las casillas desiertas no son símbolo de victoria, sino de desafección. Lo que vimos fue una jornada marcada más por el desencanto que por el ejercicio cívico. El valor ciudadano esta vez fue resistir desde la ausencia.