Cuando el agua se lleva todo, ¿Quién responde?

Autor Congresistas
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Elio Villaseñor

Desde el 10 de octubre, una tormenta violenta azotó con fuerza los estados de Hidalgo, Veracruz, Puebla, Querétaro y San Luis Potosí. Inundaciones, deslaves y caminos colapsados dejaron incomunicadas a cientos de comunidades en estas cinco entidades.

De acuerdo con el informe más reciente de la Secretaría de Infraestructura, Comunicaciones y Transportes (SICT), 307 localidades permanecen incomunicadas, y se han registrado 358 afectaciones en la red carretera en los estados más impactados.

Lo que comenzó como una tormenta estacional ha terminado por desatar una emergencia humanitaria, cuyas consecuencias se sienten con crudeza en las regiones más vulnerables del país.

Muchos vinculan estas lluvias con las tormentas tropicales Priscilla y Raymond, pero más allá del fenómeno meteorológico, lo que se ha vivido es una tragedia humana profunda.

Las comunidades más golpeadas fueron, como tantas veces, las más olvidadas: zonas rurales marginadas y colonias populares que carecen de la infraestructura básica para hacer frente a esta fuerza de la naturaleza.

En algunos lugares se escuchaban gritos desesperados pidiendo auxilio.

Vecinos veían cómo la corriente arrastraba a personas y casas, sin poder comunicarse —por la falta de luz, señal o caminos— y sin que llegara ayuda oportuna. Puentes colapsados, carreteras bloqueadas por derrumbes, postes caídos… todo evidenció la fragilidad del territorio y el abandono histórico de sus habitantes.

A pesar de este escenario desolador, la esperanza no se perdió. Muchas comunidades se organizaron con lo que tenían: radios comunitarias, como Radio Huayacocotla en Veracruz, comenzaron a transmitir llamados de ayuda, mensajes para familiares en EE.UU. y reportes de lo que ocurría en tiempo real.

Grupos musicales como Los Tlacuilos Huapangueros usaron sus redes para recolectar víveres, agua, cobijas, medicamentos. Familias enteras ofrecieron lo poco que tenían para apoyar a otras más afectadas.

Mientras tanto, la respuesta oficial fue tardía, descoordinada o simplemente inexistente en muchos puntos. Aunque se han anunciado censos de damnificados y apoyos, no hay aún una evaluación clara del impacto económico y social:

  • ¿Cuántas viviendas se perdieron?
  • ¿Cuántos sembradíos quedaron bajo el agua?
  • ¿Cuántas escuelas y clínicas rurales dejaron de operar?

Las cifras escasean, pero lo que abunda son los testimonios de dolor y frustración. Muchas personas, sobre todo en las zonas rurales, han quedado con lo mínimo para vivir, en un estado de total vulnerabilidad. Esta tragedia solo visibilizó lo que ya venían arrastrando: pobreza, aislamiento, abandono.

Más doloroso aún es ver cómo, frente al drama humano, hay autoridades que minimizan la situación, que dan respuestas tibias o que solo buscan calmar los ánimos con discursos vacíos. Pero para quien lo ha perdido todo —la cosecha, el camino, su casa—, las palabras no alcanzan.

La pregunta que resuena en muchas de estas comunidades es:

¿Qué sigue para nosotros?

¿Cómo reconstruir si nadie nos ve?

¿Qué hacemos cuando todo lo que teníamos se lo llevó el río?

Lo mínimo que se espera ahora es que se tomen en serio estas voces, y que se construya —con ellas, no sin ellas— un verdadero plan de reconstrucción que no solo repare lo perdido, sino que dignifique la vida rural y comunitaria, y que fortalezca la organización local.

Porque si algo ha quedado claro en medio del desastre, es que la solidaridad popular llegó antes que el Estado.

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