Cuando Hitler llegó al poder en Alemania, en 1933, la ciencia del derecho -en lo concerniente a la estructura del estado moderno- ya tenía cimentada la necesidad de contar con una judicatura independiente. Ya se habían superado, al menos teóricamente, los tiempos del absolutismo, para dar paso a formas de estado y gobierno participativas y representativas.
* Imagen campo de concentración de Barak Broitman en Pixabay
El poder judicial es quien tiene la última palabra para la interpretación de la ley como expresión de las normas que un grupo humano se otorga a través de sus representantes. Para que la aplicación de la ley sea benéfica al grupo social, se requiere que el poder judicial sea absolutamente independiente de los otros poderes, por eso, en la práctica del derecho se hace referencia a la expresión ampliamente conocida: “La justicia es ciega”. Esta expresión, representada por la alegoría de una mujer sosteniendo una balanza con una mano, una espada con la otra y con los ojos cubiertos, representa en los términos más elementales y asequibles para todos, que la justicia es ciega a cualquier factor ajeno a la ley, revestida del manto constitucional.
Para restarle fuerza al poder judicial, Hitler buscó una razón para atropellar el estado de derecho. Esa razón –o excusa– fue el incendio del Reichstag en 1933; a partir del cual se suspendieron los derechos constitucionales y se le otorgaron poderes de emergencia a Hitler para enfrentar amenazas que ponían en peligro al “pueblo alemán”. Por ello, el 28 de febrero de 1933, se expidió el Decreto para la protección de la gente y el estado.
Esos términos genéricos, “gente” y “estado” se han manipulado a lo largo del tiempo para hacer que su interpretación favorezca a los tiranos. El miedo a perder la estabilidad social legitima a líderes tiránicos para imponer su voluntad sobre el derecho y la ideología recalcitrante e intolerante contamina instituciones y personas. En la Alemania nazi, la ideología de odio y resentimiento llegó al extremo de lograr que el 21 de marzo de 1933, se establecieran ¨tribunales especiales¨ para juzgar enemigos políticos del régimen, llamados traidores o sedicentes y un Juramento de lealtad de juristas a Hitler el 28 de agosto de 1934.
La realidad es que el problema por si solo se explica, ya que un jurista no debe tener más lealtad que a la justicia, inspirada por normas de derecho natural y no únicamente por normas de derecho oficial. Esta lealtad se justificaba como una necesidad para implementar la transformación de Alemania exitosamente a los principios e ideales etnocentristas del nacionalsocialismo.
Los alemanes conocieron este principio de autoridad como “Führerprinzip”, bajo el cual toda la autoridad legítima, incluyendo las leyes, derivan del fuhrer. Así, el poder judicial alemán, ideologizado, intimidado y forzado (y en ocasiones no forzado) a la lealtad, perdió su independencia para servir a las necesidades políticas de Hitler.
En Alemania el nazismo triunfó por las condiciones de la época, especialmente por la resaca nacional de la derrota en la Primera guerra mundial y las ideas etnocentristas de la superioridad racial de los alemanes, llamados entonces “arios”, por los nazis. La pertenencia a un grupo específico creo unión social. Esa ideología necesitó un catalizador de unión y fuerza, que consistió en la creación imaginaria de un enemigo político que fue encontrado en los judíos. Como consecuencia de ese odio, los alemanes encontraron una justificación cuasi-darwinista para la violencia genocida: la supervivencia del más apto que, en su óptica, tendría que ser el hombre ario; y la destrucción del enemigo “impuro”.
La capacidad técnica, la ética y la humanidad necesarias para la judicatura fueron tiradas de lado para sustituirlas con el principio de lealtad. El principio de acto relevante para el derecho fue sustituido por el de identidad para recibir sanciones del estado. Por ejemplo, los judíos no tenían que cometer actos otrora ilícitos para ser juzgados, sino que lo eran por el puro hecho de existir. En testamento de esta desgracia, queda el nombre del salvaje Roland Freisler para la historia oscura del derecho.
Lo más peligroso para una sociedad es la división, ya tenemos los ejemplos de alemanes vs judíos; comunistas vs enemigos del régimen; estadounidenses vs inmigrantes ilegales; y ricos vs pobres. Para la justicia, el ser humano lo es independientemente de sus características y merece la misma protección bajo la ley natural. En mayor claridad, un jefe de estado es similar al capitán de un barco, elegido por su capacidad, por su experiencia y porque se reconoce su sabiduría y su deseo de llevar el barco a buen puerto para todos los que navegan, tripulación y pasajeros. Un capitán no puede confrontar a su tripulación porque el barco pierde el rumbo y puede llegar a hundirse.
El poder judicial es el último recurso contra el arbitrario, y el arbitrario es la peor amenaza que enfrenta una sociedad civilizada, acechada por el capricho y respaldada por el fanatismo, el odio y el resentimiento social.
Por ello, a toda sociedad compete la educación de sus hijos, su formación en la tolerancia y en la resolución de conflictos a través de las ideas, el diálogo, la negociación, la concesión y la conciliación. Permitir la burla a la ley, el insulto, la división social y la intimidación, es un proceso degradante en el que perdemos todos.