“La solidaridad de un pueblo se mide no sólo por lo que recibe,
sino por lo que se da de sí mismo.”
— Rigoberta Menchú
Las lluvias del 9 y 10 de octubre de 2025 que azotaron las regiones de Veracruz, Hidalgo y San Luis Potosí dejaron al descubierto dos formas muy distintas de enfrentar la adversidad: la burocrática y la comunitaria.
Las precipitaciones afectaron de manera especial a las comunidades indígenas —nahuas, teenek, otomíes y totonacas— asentadas en zonas serranas y también a poblaciones urbanas.
En estas comunidades, cuando llegó la tormenta, surgió algo que va más allá de la emergencia: el espíritu comunitario.
Sin esperar instrucciones, la gente se organizó para compartir alimentos, abrir caminos y proteger a los más vulnerables.
Nadie les dijo qué hacer; simplemente actuaron desde los valores que forman parte de su identidad: la ayuda mutua, la palabra compartida, la cooperación.
En estas comunidades, la palabra es fuerza y compromiso.
Es el medio por el que se convoca, se acuerda y se actúa. Cuando la palabra circula, la comunidad se mueve, se reparten las tareas y enfrentan las dificultades con generosidad y dignidad.
Sin embargo, esa forma de vida se vio interrumpida cuando llegaron los apoyos gubernamentales.
El gobierno instaló mecanismos burocráticos para repartir despensas y reparar caminos, pero sin consultar a quienes habitan y conocen su territorio: los cauces de los ríos, las laderas, los lugares seguros.
Así, la lógica administrativa chocó con la lógica comunitaria.
El enfoque burocrático priorizó la rapidez y el control, pero desplazó la voz de la comunidad, favoreciendo ayudas individuales sobre la organización colectiva. Detrás de ello se refleja una visión que desconfía de la autonomía indígena y busca imponer soluciones uniformes, sin reconocer los saberes locales ni la fuerza organizativa de los pueblos.
Esta tormenta mostró con claridad esa tensión:
- Por un lado, la comunidad, que no pide solo ser escuchada, sino ser tomada en cuenta en las decisiones que afectan su vida y su territorio.
- Por otro, el gobierno, que desde su estilo centralista y clientelar, impone políticas que rompen la vida comunitaria.
Las comunidades reclaman respeto a sus usos y costumbres, y su derecho a ser sujeto de su propio desarrollo. No buscan dádivas, sino reconocimiento y participación.
Porque mientras la burocracia habla de programas y oficios, la comunidad habla con la palabra viva, la que une, la que convoca, la que construye futuro.
Y en esa palabra compartida sigue latiendo la esperanza de reconstruir no solo los caminos, sino también el tejido comunitario que la tormenta no pudo destruir.
Voces de la tormenta
Veracruz
“Escuché un estruendo que me despertó a la 1:00 de la mañana… lo peor sucedió la madrugada del viernes 10 de octubre.”
— Roberto, habitante de la comunidad indígena de El Cuayo La Esperanza, Zontecomatlán, Veracruz.
“La comunidad de Xaltipa quedó sepultada. Solo se ve el domo, todo lo demás desapareció.”
— Rogaciano Cortés Ramírez, vecino de Xoxocapa, Veracruz.
“Las lluvias torrenciales provocaron el deslave de los cerros que rodean a la comunidad indígena de Chapula, dejando a sus habitantes incomunicados, sin hogares y en condiciones críticas.”
— Habitantes de Chapula, municipio de Tianguistengo, Hidalgo.
San Luis Potosí
“Hemos sufrido serios daños en nuestras casas y en nuestros medios de vida. Queremos que se nos escuche para decidir cómo reconstruir nuestros pueblos.”
— Consejeros y consejeras indígenas de la Huasteca potosina.
Estas voces reflejan la esencia de la vida comunitaria: no solo resistir, sino decidir, no solo sobrevivir, sino reconstruir con dignidad.
La tormenta se llevó puentes, caminos y viviendas, pero también reveló lo más profundo de nuestra realidad: la distancia entre la burocracia que ordena y la comunidad que actúa.
Y quizás ahí, entre el agua y la palabra, esté el verdadero comienzo de la reconstrucción.
