Mesa de redacción
El sexenio que está por terminar nos ha dejado diversas lecciones en materia de equilibrio de poderes. La prueba más importante que nuestro país enfrentó en esta administración fue la intención del poder ejecutivo de imponerse a los poderes legislativo y judicial, buscando convertir a México en país de un solo hombre.
El riesgo legislativo es el riesgo que enfrentan los inversionistas, agentes económicos y los contribuyentes de que el poder legislativo emita leyes contrarias y desfavorables a actividades económicas o necesarias para el desarrollo, basadas en ideologías ultra-nacionalistas.
El poder legislativo, en manos de la mayoría del partido oficial, quedó expuesto por la vulnerabilidad de su integración política. Es decir, derivado del poder político de la figura del presidente, los electores eligieron legisladores de su mismo partido, quienes abandonaron su obligación constitucional de servir de contrapeso al poder ejecutivo para desvirtuar su propia naturaleza republicana y volverse una extensión simuladora del brazo ejecutor del presidente.
No obstante, el poder judicial, representado en estos conflictos entre soberanías por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, supo defender el texto constitucional y detener los pretendidos excesos presidenciales, sobre todo, en lo que se refiere a los ataques para denostar y debilitar organismos constitucionales autónomos, como el Instituto Nacional Electoral.
La interacción entre fuerzas políticas en el legislativo se ha denostado hasta erigirse en confrontaciones callejeras. El lenguaje soez, vulgar y majadero, aunado a las agresiones a título personal, han demeritado el honor que implica ostentar un cargo de legislador en una república como la nuestra. No obstante, el calor de la pasión ideológica ha llegado a tal extremo de encono por la división que el propio presidente creó entre los mexicanos, que el país quedó confrontado entre lo que la narrativa oficial ha dado por llamar el pueblo bueno, representado por sus seguidores, contra los corruptos y los aspiracionistas, que son todos los demás.
Es cierto que México tiene un camino largo por recorrer para llegar a la madurez política institucional. El nivel de estudios, experiencia, debate y propuestas legislativas son paupérrimas cuando las comparamos con el tipo de problemas que enfrentamos y con la propia realidad que destruye al país y a su estado de derecho cada día. Esa falta de autoridad y de estado de derecho se ha traducido en un país donde la desconfianza, la inseguridad y la violencia son elementos comunes de la vida en las grandes ciudades mexicanas.
Con el fin de este sexenio, viene la posibilidad y la expectativa de un gobierno mejor, menos cargado de ideología violenta y confrontadora y más propenso a la negociación y a la construcción de acuerdos multi-partido que sirvan a la agenda nacional común. Esto solo puede lograrse con la conformación electoral del poder legislativo dividido en múltiples fuerzas políticas. Es decir, se necesita un legislativo en el que no haya una simple mayoría, sino un legislativo plural que no pueda imponerse como cómplice de necedades.
México sobrevivió un sexenio en el que se demostró que no hay soluciones mágicas ni mesiánicas. Tristemente, fue un sexenio de promesas vacías, ya que ni la educación pública, ni la salud pública, ni la seguridad pública mejoraron la calidad de vida de los mexicanos, especialmente de los más pobres, quienes son los que padecen con más intensidad los problemas mencionados. Esto, ya que las clases medias y altas han podido sostener su nivel de vida con su trabajo, el cual es independiente de las dádivas gubernamentales y, por tanto, tiene mejores posibilidades de mantenerse en el tiempo, independientemente de la ideología en el poder.
Para el próximo sexenio será clave que el legislativo se integre con personas capaces, educadas y prudentes, ya que hemos probado que de las tres columnas que sostienen al estado mexicano, la judicial ha cumplido su función de contrapeso. Ahora, el legislativo debe cumplir su función de emitir leyes favorables a la inversión privada, la mejora de la salud, el cuidado ambiental, el desarrollo sostenible, etc., y darle al ejecutivo las leyes para que las aplique, y NO recibir instrucciones del ejecutivo para emitir las leyes que el presidente desee.
Ojalá que hayamos aprendido las lecciones de la difícil etapa representada por este sexenio, y que los partidos propongan candidatos con calidad y dignidad y que los electores tengan la decencia y la autoestima suficiente para elegir los mejores perfiles, y no votar cegados por deseos de venganza social.
Así, con un poder judicial sólido y un poder legislativo plural y competente, ambos basados en la independencia de funciones entre sí, se puede negociar y acotar al presidente, sea quien sea que llegue, ya que está probado que quien se sienta en la silla presidencial, enferma de poder y de soberbia, y necesita límites institucionales que nunca le serán impuestos por los aduladores que le rodean.