En su magnífica obra, Yo, el pueblo. Cómo el populismo transforma la democracia, Nadia Urbinati, estudia el populismo por su forma de gobierno. Dice que el populismo es una respuesta democrática a la crisis de la democracia representativa, que fue capturada por las élites tanto en los ámbitos de la ley (legisla a favor de sus intereses) y de las rentas públicas (acapara obras, concesiones y subsidios), como de la ideología: el neoliberalismo se convirtió en pensamiento único, con dos características: quien se apartaba de él merecía ostracismo y se convirtió en la manera “natural” de concebir las relaciones sociales, es decir, la libertad absoluta de los mercados se suponía una ley divina.
No obstante, el carácter subversivo del populismo, señala la autora, suele dar paso al autoritarismo e inclusive evolucionar hacia la tiranía o el fascismo, toda vez que intenta destruir todos los contrapesos al poder, encarnado en el Ejecutivo, y reducir a su mínima expresión a la sociedad civil, así como aniquilar a los partidos y a la competencia política. Y añade que hay un parecido familiar entre tiranía y populismo. Dicho de otra manera: hay una línea casi invisible que los separa a ambos, y es latente el riesgo de evolucionar hacia el fascismo. En palabras de la autora: “En suma, el fascismo destruye la democracia después de haber aprovechado sus recursos para fortalecerse. El populismo desfigura la democracia al transformarla sin destruirla”. Empero, añade unas líneas más adelante: “A pesar de reconocer esta importante distinción, el fascismo siempre se vislumbra en el horizonte”.
Y caracteriza de la siguiente forma al fascismo:
“El fascismo en el poder no se conforma con hacer algunas enmiendas a la Constitución [lo cual sí hace el populismo, que también aspira a ser hegemónico] ni con ejercer su mayoría como si fuera el pueblo. El fascismo es un régimen con propio derecho que busca modelar la sociedad y la vida civil a partir de sus principios [también con eso coquetea el populismo]. El fascismo es la fusión del Estado y el pueblo… no acepta la idea de que la legitimidad surge libremente de la soberanía popular y de las elecciones libres y competitivas. El fascismo es tiranía y su gobierno una dictadura… no se conforma con limitar a la oposición por medio de propaganda diaria: recurre al poder del Estado y a la represión violenta para silenciar a la oposición…”. La autora señala que esta vía es una posible deriva del populismo, pero cuando llega a ese grado el populismo muere, pues se trasmuta en dictadura.
Como se puede observar, si bien el populismo no es dictadura, un hilo muy delgado lo separa de convertirse en fascismo. Me parece que es un riesgo que podemos correr con el actual gobierno en el poder.
Sin embargo, la deriva del populismo hacia el fascismo no ocurrirá mientras los líderes populistas “mantengan viva la posibilidad de celebrar elecciones y se abstengan de suspender o limitar la libertad de opinión o de asociación… [por lo cual] sus intentos de conseguir esa mayoría absoluta seguirán siendo una ambición frustrada. Por eso el populismo está en medio camino entre la democracia y el fascismo… El populismo es un sistema democrático siempre y cuando su fascismo permanezca en las sombras, frustrado… [Asimismo], Un gobierno populista es una democracia antipartidista, pero no necesariamente se reconfigura para ser una democracia más directa y participativa”.
En consecuencia, “una democracia populista contemporánea parece una democracia que gira en torno de sus líderes, más que en torno de partidos estructurados y parece una democracia en la que los partidos son más escurridizos y a la vez más capaces de expandir su fuerza de atracción porque dependen menos de argumentos partidistas y más de una identificación emocional con el líder y su mensaje”.
Aunque es obvio por lo que vivimos, esta caracterización del líder populista explica su enorme popularidad, aún si su gobierno ofrece exiguos o muy malos resultados a sus fieles. Y dado que la conexión emocional es con dicho dirigente, no es transferible ni se puede legar a otra persona. Luego, cabe la pregunta: ¿cuál podría ser el posible resultado político y electoral a la hora de que el líder carismático elija a un sucesor(a)? ¿Qué será necesario hacer para lograr el éxito electoral, cuando la organización política (Morena) es más movimiento que partido, pues carece de estructura, disciplina y lealtad de un partido tradicional? ¿Será suficiente mimetizarse con el líder, como hace la jefa de Gobierno, para lograr el consenso en el partido y, luego, ganar la Presidencia?
Pero las preguntas más relevantes, me parecen las siguientes: ¿cuál será el futuro del populismo en México? ¿Será una democracia desfigurada o devendrá en tiranía? ¿Por azares del destino transformará al viejo régimen en una democracia social de mercado?