¿Es verdad el relato que nos cuenta sobre el pasado glorioso y que el futuro nos depara otra época dorada, como en aquellos tiempos, nos adormece e impide reconocer cuando nos acercamos al abismo? Por supuesto que no. Afirmarlo ignora cómo funciona nuestro cerebro. La neurociencia ha descubierto que uno de los hemisferios de nuestro cerebro tiene la función de captar el mundo físico. Millones de señales de lo que nos rodea registra cada instante esa parte de nuestra cabeza. La información que percibe carece de orden y sentido. El otro hemisferio recibe la información y trata de darle coherencia y dirección mediante la elaboración de una historia. A esa parte se le conoce como el cerebro narrador. De esta manera, al ordenar la información recibida, se da un sentido a nuestro proceder y, aún más importante, a nuestra vida. Es la forma en que las personas logramos sobrevivir al caos de la vida. Por ello los historias-relatos son tan significativos. Su relevancia es mayor en épocas en las que nuestras viejas certezas se desvanecen al dejar de explicar a nuestro mundo, como sucede en nuestros días.
Los cambios sistémicos, aquellos que trastocan a nuestra vida cotidiana y, por tanto a nuestras creencias, son multicausales. Y una de sus características es que destruyen a las viejas formas de reproducción social. En México, por ejemplo, la insolvencia del gobierno de los años 80 indujo a una serie de reformas en la economía, política, policía, la justicia, el narcotráfico. Y el Estado abandonó su responsabilidad pública. El resultado es un maremágnum. Al colapsar ese antiguo orden nos embargan el desconcierto y la angustia. Tiene una explicación: miles de personas perdieron su forma de vida y van a la deriva. La misma neurociencia nos dice que esos sentimientos activan los resortes de supervivencia: temor y huida frente a un enemigo. En ese estado de ánimo, en el desamparo y sin brújula, una nueva fábula sostiene que el pasado fue mejor y nos promete un futuro luminoso. Nos enganchamos. Por cierto, no se trata de que seamos tontos ni necios. Buscamos un asidero y nuestro cerebro le da sentido al relato que nos da esperanza.
La condición humana es incomprensible “sin la narración de historias”, explica Will Storr, en La ciencia de contar historias, un libro por demás sugerente y respaldado por los nuevos descubrimientos de la neurociencia. En efecto, como sostiene el autor, las personas somos narraciones. Es lo que nos hace humanos. El propósito de las fábulas es tener una visión compartida del mundo que nos rodea para lograr la cooperación y la gobernanza. Michael Foucault cuando teorizó sobre la biopolítica soslayó que el hombre requiere del relato para que las personas unan esfuerzos en la consecución de fines comunes, cuyo propósito es la supervivencia. Para Foucault, el desarrollo y el triunfo del capitalismo no habrían sido posibles sin el control disciplinario llevado a cabo por el bio-poder que ha creado mediante una serie de tecnologías adecuadas para hacer a los «cuerpos dóciles» y así regir. Giorgio Agamben en Homo Sacer precisa que la biopolítica es más antigua y nace con el desarrollo del individuo y el Estado moderno.
La biopolítica, muestra este filósofo italiano contemporáneo, es el punto de encuentro entre la historia personal del hombre, su ser biológico con la política, su ser social, es decir la relación con los otros hombres. Se trata de la cooperación, del arte de acordar, negociar, comerciar, convivir, aceptar las diferencias. Para hacer posible todo esto, las creencias comunes son el instrumento que hacen posible convivencia y cooperación. Y justamente esa es la función del relato. En El fuego y el relato, Agamben sugiere que la literatura, el relato, es el puente que vincula y fusiona a las personas con la política y entrelaza la convivencia pública con el gobierno. El origen del relato es la religión, aunque ahora secularizado ya nadie lo identifica ni tiene idea de su evolución hasta llegar a ser lo que es hoy en día: un lugar común. Esas creencias fundacionales son las que forjaron las cosmogonías que nos gobiernan, la moral, las costumbres, las leyes e instituciones modernas. No parece que se esté ante poderes superiores que nos manipulan.
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El relato es nuestro norte. Por eso es tan relevante. Y en tiempos de alto estrés provocados por cambios disruptivos que desajustan nuestras vidas, como la pérdida de estatus, de empleo, del negocio, por la injusticia, la desigualdad, la inseguridad (física, patrimonial y psicológica), el relato cobra una relevancia crucial. Así que quien logra fabular una buena historia, acorde con nuestras creencias, hace las veces de un encantador. Este es el caso de México, de Estados Unidos y de tantos otros países. Ahora sabemos que el cerebro simplifica los millones de bits de información que procesamos por segundo y esa información sin coherencia la convierte en una narrativa que le da sentido y la sensación de que tenemos el control de las cosas. Para lograr este proceso el cerebro narrador establece un sistema causal: de causa y efecto. Y eso es lo que saben hacer bien los líderes populistas. Estos liderazgos entienden que sufrimos porque perdimos el Paraíso que fue el país en el pasado y nos venden un futuro de retorno al Edén.
No obstante, los liderazgos populistas tienen una gran carencia: solamente logran aglutinar los miedos, las fobias, las angustias sin darles cause. Sus gobiernos se niegan a convertir al Estado en garante de último recurso de nuestra seguridad física, patrimonial y económica. En lugar de sentar las bases para forjar un Estado social y de derechos dejan a las personas a su suerte, achacando sus desgracias a su mala suerte, a fuerzas sobrenaturales o a la confabulación de hombres malvados que quieren desestabilizar a sus gobiernos. Por desgracia el círculo se retroalimenta: la zozobra y la angustia existencial no ceden, pero fortalecen el relato populista. La precariedad, es decir, la enorme desigualdad social, es el alimento del relato populista: la inseguridad física (hoy vivimos, mañana una bala o un accidente nos siega la vida) y patrimonial (mañana un ladrón nos despoja de nuestros bienes o salario); la inestabilidad laboral y de ingresos (hoy tenemos empleo y comemos, quizá mañana no); la falta de un sistema universal de salud nos condena a la ruina porque debemos solventar una enfermedad penosa… El Estado nos abandonó. Es la gran renuncia a la política.
El desafío que plantea el relato populista es enorme. Y los riesgos que plantea a la gobernanza y el futuro son igualmente desafiantes. La resistencia es importante, pero insuficiente. Se requiere un antídoto. Y ese antídoto solamente es otro relato. Un relato que a partir de las penurias, angustias y carencias de los mexicanos ofrezca empatía y una ruta para hacer que la política sea el medio para asegurar el bienestar. Garantizar la cooperación y la gobernanza requiere un nuevo relato.