Héctor Barragán Valencia
La inflación tiene mil y una caras. Es más que el incremento de la oferta monetaria. Agustín Carstens, destacado discípulo de la Escuela de Chicago, y hoy gerente general del Banco de Pagos Internacionales (BIS), presupone que la inflación mundial obedece a los estímulos que dieron los gobiernos del mundo para paliar la pandemia, los cuales aumentaron significativamente la oferta de dinero circulante. Su tesis es parcialmente avalada por la evidencia. A dicho banco se le considera el Banco Central de los bancos centrales. Así que habla desde la tribuna más alta del capital financiero, que ha padecido y disminuido sus ganancias por las tasas negativas de interés desde la crisis de 2008.
Las recomendaciones de Carstens son tres: pongan alto, de manera tajante y radical, a la inflación para evitar problemas mayores a futuro. Desactiven a tiempo la carrera entre precios y salarios (en la cual siempre pierden los últimos), que puede ocasionar estancamiento con inflación (estanflación), como en los años 70 y 80 del siglo pasado. En este periodo sufrieron tanto empresas como las familias. Y pidió a los gobiernos del mundo que dejen actuar a los bancos centrales y no presionarlos para evitar que incrementen las tasas de interés. El riesgo de esta medicina es, como en aquella época, una recesión y quizá, por el entorno internacional que vivimos, pueda ser depresión.
¿Es recomendable seguir a pie juntillas la receta de Carstens? Para responder cabe comprender las causas que provocan la inflación. Sí hay un componente monetario. Sólo Estados Unidos dio estímulos a su economía estimado en 5 billones de dólares, alrededor de una cuarta parte de su producto interno bruto anual o cinco veces la economía de México. Como el dólar es el principal medio de intercambio mundial, su efecto estimulante fue global. En nuestro caso, las remesas enviadas por quienes trabajan en aquel país –que fueron récord en 2021– equivalen a 75% de la masa monetaria del país, es decir, al total de las monedas y billetes en circulación, además de los depósitos a la vista.
Tan ingente cantidad de dinero que llegó a México (casi 52 mil millones de dólares en 2021) tuvo el efecto positivo de mantener el consumo y el bienestar de miles de familias. Y, pese a que nuestro gobierno apenas estimuló a la economía (solamente 1% del PIB), las remesas sí incidieron en el crecimiento de la demanda de bienes y servicios. Pero la caída de la oferta de mercancías por la interrupción de las cadenas globales de suministro, malas cosechas de granos y la guerra de Rusia se tradujeron en incrementos de precios. El efecto inflacionario se atenuó porque el peso se mantuvo fuerte, por efecto del diferencial de tasas de interés entre México, Estados Unidos y otros países. La escalada de precios que padecemos es importada y, gracias a un peso fuerte, al menos se atenúa el efecto inflacionario que causa.
Como se aprecia arriba, el factor monetario (los estímulos de los gobiernos a las empresas y a las familias) sí incide en mayores precios. ¿Qué otros factores también están detrás de la burbuja inflacionaria? Menciono algunos, y después analizo sus repercusiones principales: el papel de la globalización; la interrupción de la cadena de suministros; el nuevo orden geopolítico en cierne; la guerra arancelaria de Estados Unidos contra China y las restricciones a las firmas tecnológicas chinas; la invasión de Rusia a Ucrania; los monopolios en los sectores energéticos y tecnológicos; el aumento de las tasas de interés; el cambio climático; la acelerada innovación científica y tecnológica, etc.
Todas las variables mencionadas están interrelacionadas. La globalización consiste en la diseminación de las cadenas productivas o de suministro por todo el mundo. Las empresas se ubicaron en los países con menores costos de producción, especialmente donde los salarios son bajos. Su efecto fue disminuir el precio de las mercancías. Pero el temor de Estados Unidos a la hegemonía China interrumpió ese proceso e inició, junto con al cobro de altos impuestos a los productos de ese país (aranceles), un aumento de los costos de producción. Dicha decisión gradualmente se tradujo en incremento de precios de los diversos bienes y servicios. La pandemia potenció el efecto negativo al interrumpir las cadenas productivas, es decir, la fabricación de microprocesadores, ordenadores, móviles, autopartes y automóviles.
La guerra de Rusia dio otra vuelta de tuerca a la lucha por la hegemonía mundial y cortó la oferta de otros productos básicos para la producción de mercancías, así como de alimentos. Causó escasez de diversos metales para producir componentes electrónicos, gas, petróleo, fertilizantes, maíz y trigo. El embargo impuesto por Estados Unidos y Europa a la guerra planeada por el presidente Vladimir Putin (que pretendía dividir y debilitar a Europa occidental y alejarla de Estados Unidos, para así acelerar el declive del poderío estadunidense) interrumpió la exportación de un tercio de la oferta mundial de trigo, que producen rusos y ucranianos, así como 15% de la producción de maíz. Este fenómeno elevó los precios de alimentos y quizá cause hambruna.
Todos estos efectos se agravaron con la política de cero Covid de China, que paralizó nuevamente la producción de mercancías, y son vitales para la fabricación de diversos productos. De manera que, aunado a los factores ya mencionados, da nuevo impulso a la inflación.
En el ámbito energético se tienen dos factores que impulsan el incremento de precios: las empresas petroleras están cartelizadas y, por tanto, fijan la oferta como los precios. En tanto, Arabia y Rusia usan sus vastas reservas y producción de hidrocarburos con fines geopolíticos: obtener poder para avanzar sus intereses nacionales, como se puede apreciar hoy en día. Arabia, rechaza un aumento de la demanda para condicionar el apoyo a su pretensión hegemónica en Oriente Medio. Rusia, utiliza su gas y petróleo en la guerra no declarada con Occidente. El resultado es incremento en los precios de fertilizantes, claves para la producción de alimentos y de los crudos que son la base de decenas de productos, que van desde plásticos, embalajes y hasta medicamentos.
Los monopolios en los sectores de las tecnologías son otro componente fundamental del encarecimiento de diversos productos, que igualmente contribuyen a precios más altos. El poder que tienen empresas como Google, Apple, Amazon, Tesla o SpaceX es tan grande que rivaliza con el poder de los Estados e incluso se imponen a muchos de estos últimos. Su enorme tamaño les permite fijar precios, salarios e imponer sus reglas del juego a usuarios (individuos y gobiernos) de sus bienes y servicios. (Y su ilimitado poderío enerva a la democracia). Tales factores permiten ubicar en su justa dimensión el temor de Carstens: ¿hay riesgo de una espiral de precios y salarios en economías donde los sindicatos son muy débiles o inexistentes y los empleos son precarios, inestables y fácilmente sustituidos por el avance tecnológico? Hoy, el ámbito laboral es diametralmente distinto al del siglo pasado.
Asimismo, cabe precisar otra diferencia sustancial entre los años 70 y 80 del siglo pasado y los años 20 de este siglo: en aquella época se había estancado la productividad y las innovaciones científicas y tecnológicas brillaban por su ausencia. Ahora, la ciencia y la técnica avanzan a pasos agigantados, lo cual acelera la productividad laboral. Un ejemplo son las vacunas contra la Covid que se desarrollaron en menos de un año. Ergo, en caso de exigencias por parte de los trabajadores de incrementos salariales es factible amortiguar su impacto en los precios. En este contexto, más incide el poder monopólico de las giga-empresas, que sí pueden aumentar los precios de sus productos, independientemente de si suben los salarios.
Dos reflexiones finales: la espiral de precios en los bienes agropecuarios puede mantenerse por una dupla de factores: el cambio climático y el encarecimiento de los hidrocarburos que impactan a la producción de fertilizantes. El poder monopólico que ejercen empresas y Estados sobre la energía es inflacionario. Por último, una fuerte alza de tasas de interés, como recomienda el gerente del Banco de Pagos Internacionales, puede ser inflacionaria al subir el costo de producción de muchas empresas. Además, el dinero caro tenderá a ocasionar la quiebra de muchas compañías pequeñas y medianas que suelen ser proveedoras de los grandes conglomerados. Por tanto, se afectaría sus suministros y favorecería el aumento de precios. Y en México, dado los grandes márgenes de los bancos (diferencial entre el costo del dinero y las tasas que cobran a usuarios) es previsible múltiples bancarrotas. Quizá sea hora de regular los cobros de los bancos a sus clientes. Fuera de esto, no nos queda más que seguir el alza mundial de tasas, pues un rezago desplomaría al peso y ocasionaría inflación y una fuerte crisis.
En consecuencia, ¿el alza de las tasas de interés aumentará la oferta de bienes y servicios, restablecerá las cadenas de suministro, romperá los monopolios energéticos y tecnológicos? Sin duda los altos intereses pueden detener el alza de precios, sin alterar el statu quo, al ocasionar una recesión. De esa manera se reduce la demanda para que se ajuste a la oferta. En el contexto actual de guerra, interrupción de las cadenas de suministro y de sobrevaluación de los activos financieros, pinchar la burbuja inflacionaria quizá ocasione una depresión. Por desgracia, México poco puede hacer en la puja de poder de Estados y giga-empresas, fenómenos que están detrás de la inflación. En cambio, es factible atajar el costo que impone el crimen organizado en los precios finales de los bienes, como reconoció el presidente al firmar el Paquete Contra la Inflación y la Carestía (PACIC). Según Concanaco, el costo que imponen los grupos criminales sube 10% en promedio los precios; Estados Unidos calcula en 8% el costo para sus empresas.