Octubre de 2023
Durante años hemos mantenido una concepción limitada, pobre, mecánica (y quizá interesada), sobre la salud y la enfermedad. Así avanza el conocimiento y la ciencia. Bajo esta forma de entender tal proceso, estar sano equivale a la ausencia de padecimientos. Y la enfermedad es vista como una avería, como si las personas fuéramos una máquina. Reparamos esa parte enferma con píldoras o inyecciones y demás medicamentos o intervenciones quirúrgicas. Está muy bien. Es loable este logro, pero somos más que un artilugio. En la medida que avanzan los conocimientos sobre el cuerpo humano y el impacto del medio ambiente, las relaciones sociales y la interacción entre mente y cuerpo, la salud cobra una nueva dimensión: ningún aspecto de la vida de un individuo, social, política, económica, ecológica, etc., es ajeno.
Para entender la complejidad de la salud imaginemos la vida de Antonio, su día a día. Es un hombre joven, casado, con dos hijos. Su jornada laboral inicia a las 4 am. Cuando hay agua corriente se asea. Sale de casa a las 4:30 horas a esperar el primer camión, de los tres o cuatro que debe abordar para llegar a su trabajo. Vive en un extremo de la ciudad y la empresa donde labora está en el otro extremo. Así es la vida de la mayoría de los trabajadores. Su tiempo de trasporte oscila entre tres y tres horas y media diarias. Inicia su trabajo a las 7:30 horas. Siempre va a contrarreloj. No tiene tiempo de tomar alimento alguno en su casa. Compra en el trayecto una torta de tamal y un atole de masa o una bebida azucarada; su favorita es un refresco de cola. Así desayuna. Come unos tacos u otra torta y frituras y nuevamente un refresco.
Antonio labora en una fábrica de zapatos. Gana un salario mínimo. Carece de seguridad social laboral, como cerca de 60% de todos los trabajadores mexicanos. Su ingreso es insuficiente para comprar dos canastas básicas. Así que pasa apuros para alimentar a su familia. Entre la renta de un par de cuartos y el transporte se va la mayor parte de su ingreso semanal. Vive perennemente angustiado. Sus hijos sufren la escasez. Su esposa, Ofelia, completa los ingresos del hogar como empleada doméstica. Sobre ella recae una triple carga laboral: el cuidado de los hijos, las labores domésticas (cocinar, lavar, planchar, asear) y su empleo, igualmente informal. Ambos están sometidos a mucha presión y estrés. Los hijos padecen las angustias de los padres. Entre los esposos también hay tensión. Son frecuentes las discusiones, los enojos y el maltrato. Ofelia y sus hijos siempre llevan las de perder…
La dieta de ambos esposos, rica en calorías -para eso alcanzan sus ingresos- más el estrés, ha favorecido que ambos sufran obesidad. Esta condición les ha provocado hipertensión y diabetes. Son obesos desnutridos y enfermos. Los hijos van por el mismo camino. En la escuela, los chicos son retraídos, poco sociables, se sienten menos, creen estar fuera de lugar… es el caso de casi todos los chicos de la escuela. Son extraños en un mundo de extraños. Esa situación los llena de angustia, que se suma a los problemas vividos en casa. Como se sienten menos, incompetentes, desacoplados, su rendimiento escolar es, por tanto, pobre o mediocre. Asimismo, padecen a profesores poco competentes y capacitados para enseñar y entender las condiciones y circunstancias de los niños a los que pretenden instruir. Se reproduce, de esta manera, el círculo de la pobreza: nacen pobres, mueren pobres: en el norte de México, 62% de las personas que nacen por debajo de la línea de pobreza (los pisos más bajos, quintiles uno y dos), permanecen pobres el resto de su vida y en el sur ese porcentaje sube a 85%.
Pobres y enfermos. Además, padecen las desventajas de una industria que ha invertidos miles de millones de dólares para conocer qué sabores y olores son irresistibles para el paladar y el olfato: los alimentos procesados, ultraprocesados y la chatarra (Marta Peirano; El enemigo conoce el sistema). En consecuencia, están atrapados (y es el caso de todos no solamente de esta familia) y consumen frituras y refrescos para paliar el hambre, que complementan con sopas instantáneas y otros productos procesados. Como se sabe por diversos estudios, esa trampa induce a consumir y a consumir tales comestibles, ricos en sales, azúcares y calorías. Tenemos, pues, condiciones sociales, económicas que favorecen una sociedad enferma y que se retroalimentan. La angustia, el estrés, que ocasionan las desventajas sociales favorecen, como se dijo, el consumo de alimentos nocivos, y aditivos (Desigualdad. Un análisis de la (in) felicidad colectiva, de Richard Wilkinson y Kate Pickett) que el sector alimentario los produce a espuertas. Luego, la salud es mucho más que medicamentos y cirugías. La salud incluye el entorno biopsicosocial, lo que se consume -provisto por el sector alimentario- los ingresos laborales, la calidad de la vivienda, los servicios públicos, el transporte, la vida familiar…
En la introducción del libro Igualdad = (Wilkinson y Pickett), Pau Marí-Klose explica así el complejo proceso de la salud, estrechamente vinculado a la desigualdad: “En las sociedades con brechas de ingresos más grades entre ricos y pobres la salud se resiente (México ocupa el quinto lugar entre los 77 países más desiguales del mundo). Son sociedades que tienden a presentar niveles más bajos de esperanza de vida, mayores niveles de mortalidad infantil, abuso de estupefacientes o de obesidad. La desigualdad actúa como la carcoma sobre el entramado de relaciones sociales que articula una sociedad. En las sociedades desiguales, la confianza de unos individuos en otros sale malparada, se incrementan los niveles de violencia y aumenta, consecuentemente, la proporción de personas en prisión. Las sociedades desiguales ofrecen a sus niños menores cotas de bienestar y menores oportunidades de progreso educativo, y en ellas se extienden toda clase de problema sociales que deterioran la vida en comunidad”.
Los epidemiólogos Wilkinson y Pickett en Desigualdad. Un análisis de la (in) felicidad colectiva, describen cómo se gesta uno de los problemas de salud número uno del mundo, la obesidad, que azota a millones de personas, en particular en los países más desiguales: el estrés social ocasionado por sentirse en desventaja genera angustia y libera altas proporciones de cortisol, hormona que propicia la necesidad de consumir alimentos con altos contenidos de azúcares y grasas. Esa situación más el estado permanente de alerta favorece el desarrollo de la obesidad que trae aparejadas enfermedades como la diabetes, la dislipidemia y los accidentes cardiovasculares y cerebrovasculares, así como pérdida de la visión, alto riesgo de amputaciones y algunos tipos de cáncer. Asimismo, favorecen el desarrollo de diversas enfermedades mentales. En otras palabras, una sociedad con individuos saludables requiere que las políticas públicas se alineen a favor de la salud. No es ajeno a la salud lo que se produce en el campo, lo que se industrializa, las condiciones económicas de los empleados, las horas que dedican al transporte, como el caso de Antonio que se planteó al inicio, la violencia familiar detonada por la angustia que ocasiona la precariedad, la cultura machista y los muy pobres niveles de educación e instrucción.
Un avance importante en esa dirección, pero aislado, es la implementación del etiquetado frontal en los alimentos industrializados y bebidas carbonatadas y azucaradas. No obstante, lo poco que se había ganado en ámbitos como las guarderías, los refugios para mujeres violentadas y las llamadas escuelas de tiempo completo se perdieron en aras de un falaz combate a la corrupción y a la mendaz política de austeridad. A pesar del incremento sustancial de los apoyos en efectivo para ciertos grupos sociales, como adultos mayores, jóvenes, entre otros, la pobreza y la desigualdad siguen aumentando. La ausencia de planeación ha opacado a las buenas intenciones. Así tenemos que el reparto de dinero en efectivo, una buena política, ha llegado a quienes menos lo necesitan: en 2022, la población con mayores ingresos recibió transferencias en efectivo por 886 pesos mensuales, mientras que la que vive en el sótano de la escala social apenas recibió 224 pesos al mes. El gasto en los programas sociales de la administración actual (2018-2024), que en 2022 ascendió a 4.7% del producto interno bruto (PIB) no ha logrado que la pobreza retroceda.
Para comprender la dimensión del problema de la salud, entendida como un fenómeno con raíces individuales, sociales, económicas, políticas y psicológicas, recurro a las estimaciones de Acción Ciudadana Frente a la Pobreza: casi 85 millones de los mexicanos presentan al menos una carencia social (acceso a médico y medicinas, servicios públicos como agua potable, educación, vivienda etc.); 35.6 millones de trabajadores, casi seis de cada 10, no ganan lo suficiente para superar el umbral de la pobreza. De los 127 millones de mexicanos, apenas 12% viven en condiciones de bienestar. Dramático. En la Ciudad de México solamente 20.4% de sus habitantes viven en condiciones de bienestar. Únicamente en Baja California Sur más de una cuarta parte de la población (27.1%) se encuentra en condiciones de bienestar. Y la entidad donde menos personas están en situación de bienestar es Chiapas, con apenas 3.2% de sus habitantes. Trágico.
Los salarios son tan bajos que México ocupa el lugar 38 de los 38 países miembros de la OCDE. Este fenómeno refleja el poder que tienen las empresas para apropiarse de la mayor parte de la riqueza: mientras que en Europa las empresas se quedan con aproximadamente 27% de las ganancias, en nuestro país ese porcentaje se eleva a 60%. Esto significa que el gobierno del presidente López Obrador no ha tocado las bases estructurales, políticas, económicas y sociales, que permitan una mejor distribución de la riqueza. La reproducción del viejo modelo de capitalismo de amigos (adjudicaciones directas a los viejos y nuevos ricos) sigue su curso, en detrimento de una mayor justicia social y de las causas profundas que generan pobreza y desigualdad. Este fenómeno se ve reflejado en las condiciones de vida de personas, como Antonio y Ofelia quienes tienen una vida miserable, de violencia familiar y de violencia en sus comunidades que los mantiene ocupados en sobrevivir y agradecen las migajas de ayuda pública que les llegan. Ellos se encuentran entre ese 55% de la población ocupada (32.2 millones), empleada por la economía informal, que carecen de acceso a servicios sanitarios y seguridad laboral ya por invalidez, ya por vejez.
Las mujeres y los jóvenes son los grandes perdedores en el mercado laboral. La participación de ellas en el trabajo apenas llega a 45% de las mujeres en edad de trabajar, pues la mayoría se dedica a labores no remuneradas, como las domésticas y los cuidados. De acuerdo con las estimaciones del Centro de Estudios Espinosa Yglesias (CEEY), “la Encuesta Nacional de Uso del Tiempo (ENUT) de 2019 del INEGI, las mujeres ocupan en promedio 2.5 veces más horas que los hombres al trabajo no remunerado; y los hombres, 1.5 veces más tiempo que las mujeres al trabajo remunerado, lo cual perpetúa la desigualdad”. Las mujeres tienen menos tiempo para estudiar y dedicarse a un trabajo remunerado. En tanto, los jóvenes de 15 a 29 años, que representan 27% de la población económicamente activa, carecen de trabajo 48% y, de ellos, 61% laboran sin seguro social (9.6 millones) y para 10.2 millones su salario no les alcanza para tener una vida digna. Como se puede apreciar, las cifras son humanamente aterradoras, pero también por lo que significan: futuro nublado. ¿Se explica el porqué los cárteles están entre los mayores empleadores y hoy, en un país árido, corre más sangre que agua? Mal añejo agravado…
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