La soberanía es un atributo de los países independientes. Se le considera un atributo propio y connatural al principio de “autodeterminación de los pueblos” en el Derecho Internacional.
En pocas palabras, un país es soberano porque su población puede decidir libremente su forma de autogobierno. La soberanía se enfoca tradicionalmente desde la perspectiva poscolonial, es decir, es un preciado bien jurídico, político e ideológico de cualquier país, pero especialmente de los países que dependieron de otros ya sea como colonias, virreinatos o protectorados. La soberanía, pues, es una manifestación de la independencia y, por lo tanto, tiene un valor político inherente.
Los presupuestos básicos de la soberanía son contar con una población educada e instruida, que pueda tomar decisiones libres e informadas y que, en consecuencia, sean decisiones que fortalezcan las instituciones establecidas constitucionalmente. Un país soberano tiene territorio, población, gobierno y capacidad de decidir y RESOLVER sus problemas internos. Idealmente, el aproximamiento a los problemas del país debe hacerse siguiendo un método lógico, con apego a un marco constitucional preestablecido y no basado en el odio o el resentimiento a países extranjeros.
Un país soberano puede decidir las leyes y la política pública que desea adoptar, así como la forma de afrontar sus problemas en beneficio de su población, con arreglo a su propio marco jurídico interno, sin injerencias de países extranjeros que puedan imponer medidas que intervengan con el autogobierno. Sin embargo, para los países que lograron su independencia principalmente de países europeos a partir del siglo XVIII, este concepto ha sido utilizado más como herramienta de arenga patriotera que como un preciado bien constitucional que debe administrarse y entenderse con responsabilidad.
La responsabilidad de un gobierno soberano comienza por el funcionamiento de instituciones sólidas que operen con arreglo a su propio marco normativo, para dar certeza a nacionales y extranjeros de la forma en la que se implementa la ley en cada país. En México, tradicionalmente los gobiernos actúan con lentitud. Se adaptan con parsimonia a los cambios globales y, en muchas ocasiones, lo hacen de forma accidentada e incompleta, por el miedo a competir con países extranjeros, sus empresas, sus productos, sus industrias, etcétera.
La administración de 2018-2024 y la administración actual han sido muy enfáticas en sus expresiones nacionalistas sobreexplotando el concepto de soberanía para engañar a los mexicanos y confundir la incapacidad de aceptar críticas razonables a los problemas nacionales –y en no pocas ocasiones- ayuda de países extranjeros para mejorar la calidad de vida de las personas en México.
Desde el punto de vista diplomático, las relaciones entre países ocurren bajo el supuesto de la igualdad en el derecho internacional, sin importar la capacidad económica o poderío militar de cada país. A esto se le llama “igualdad soberana”. No obstante, por su propia formación cultural pos-virreinal, mestiza y la lucha para construir una identidad propia, los políticos mexicanos han tenido tradicionalmente la “piel delgada” cuando se trata de negociar o lidiar o, en general, interactuar con potencias otrora colonizadoras o simplemente con mayor poder, tal como los Estados Unidos, que fueron colonia de Inglaterra y hoy son el país más poderoso del mundo,
En resumidas cuentas, los complejos de inferioridad y el ego afloran en gobiernos endebles y populistas incapaces de constituirse por cuadros profesionales y talentosos, pero proclives a la repartición de puestos por “lealtad”, ya que funcionarios capaces exhibirían a sus superiores en su ignorancia y su inacción.
Ejemplo de lo anterior es que, cada vez que algún embajador extranjero, en ejercicio de sus atribuciones, opina sobre algún problema real y existente en México o, inclusive, ofrece ayuda para abordar el problema de forma conjunta y con una solución sólida, los funcionarios mexicanos usan la carta comodín de la soberanía para evadir su responsabilidad, evitar ser exhibidos en su incompetencia o en su complicidad o incapacidad para afrontar el problema, y fomentar en los incautos el sentimiento “patriotero” para terminar por responder a planteamientos válidos con insultos y agresividad. Los embajadores de los Estados Unidos han sido objeto continuo de descalificaciones de funcionarios mexicanos que se sienten ofendidos cuando les hacen notar su incapacidad para resolver problemas comunes a ambos países.
Cuidado pues, con la presidencia del senado y la conducción de las relaciones exteriores. Los acedos imitadores de Fidel Castro no le hacen bien a México. Mientras se llenan las bolsas con el producto del hueso, los mexicanos nos perdemos la oportunidad de progresar, colaborar con nuestros socios internacionales, competir, crecer y avanzar para tener un país más competitivo y moderno. Aunque duela.