La reacción inmediatamente autoritaria de intimidar al juez que concedió una serie de amparos para frenar la entrada en vigor de su reforma a la Ley de la Industria Eléctrica, hace ver el verdadero rostro del gobierno mexicano. La batalla legal para frenarla incluye una docena de suspensiones y dos decenas de juicios de amparo contra leyes, reglamentos y disposiciones de carácter general. Las medidas cautelares son para analizar la constitucionalidad de una ley que fue aprobada sin discusión e impuesta a la sociedad por una mayoría legislativa sometida al Presidente. Alguien debería informarles que el Estado Constitucional de Derecho que hasta ahora prevalece en nuestro país se fundamenta en la división de poderes.
Este desprecio por las leyes, jueces y magistrados proyecta una representación del Estado no como el reino de la razón, sino de la fuerza. No como el instrumento del bien común, sino del interés de un grupo. Es una imagen donde el Estado no tiene como propósito el bienestar de todos, sino el de quienes detentan el poder. Que el Estado tenga como misión el bien común, el bienestar o incluso la justicia, es una ideología de la que tradicionalmente se sirven los grupos en el poder para dar apariencia de legitimación a su dominación.
Toda la historia del pensamiento político y jurídico occidental está marcada por la pregunta: ¿es mejor el gobierno de las leyes o el de los hombres? Desde Aristóteles la respuesta va en el sentido de la primera alternativa, porque ya sea que haya derivado de la naturaleza de las cosas, de la tradición o que haya sido descubierta por la sabiduría del legislador, la ley siempre debe permanecer alejada de las pasiones humanas y como depósito de la sabiduría civil que impide los cambios bruscos, las prevaricaciones de los poderosos y la arbitrariedad expresada por el antiguo proverbio que caracteriza al poder despótico del: “sic volo sic iubeo”, que significa: “así lo quiero y así lo mando”.
Por ello es que un aspecto importante de la relación entre el poder y el derecho es el problema de la legalidad del poder, que no se refiere a quien tiene el derecho de gobernar sino al modo preciso como el poder de gobierno debe ser ejercido. Cuando se invoca la legalidad del poder se pide que quien lo detenta lo ejerza no según su propio capricho, sino de conformidad con las reglas establecidas y dentro de los límites de éstas.
La distinción clásica entre un sistema autoritario y un sistema democrático radica en que el primero subordina el derecho al poder, mientras que el segundo somete el poder al derecho. La concepción autoritaria identifica al Estado con una estructura orientada a imponer decisiones unipersonales. Considera que en el vértice del sistema político se encuentra solamente el poder soberano del cual depende, incluso, la existencia y validez de las normas jurídicas.
A ella se contrapone una concepción democrática, según la cual, prevalece marcadamente la distinción entre el poder del derecho y el poder de hecho, porque un poder solo puede considerarse legítimo cuando quien lo detenta lo ejerce autorizado por las normas jurídicas vigentes. En esta perspectiva, surge el constitucionalismo que representa el gobierno de las leyes. Por ello es que la Suprema Corte de Justicia de la Nación deberá ratificar que en México no existe diferencia alguna entre gobernantes y gobernados con respecto al imperio de la ley.