El poder de la palabra: Claudia Sheinbaum y su apuesta por una comunicación racional

Autor Congresistas
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Claudia Valdés y Laura Ruíz

Una de las decisiones más estratégicas, y quizá menos comentadas, del primer año de gobierno de Claudia Sheinbaum ha sido su forma de comunicar. Heredó el micrófono encendido de Andrés Manuel López Obrador, con todo lo que ello implica: las conferencias matutinas diarias, la construcción directa del relato, el vínculo cotidiano con la opinión pública. Lejos de replicar el estilo confrontativo de su antecesor, la doctora Sheinbaum, egresada de la Facultad de Ingeniería de la UNAM, ha optado por otro camino: el de las explicaciones, la autoridad técnica, la mesura discursiva y el bajo perfil emocional.

Y de esa manera ha decidido domesticar el activismo de la oposición política para introducirse en el diálogo con sus opositores, entre los que destaca una prensa diferente: una prensa polémica, cómoda y a modo, pero que no escapa a la ira de la señora presidenta.

Claudia Sheinbaum heredó de su antecesor oficinas de comunicación desmontadas, con teléfonos que no contestan, sitios de Internet que no dialogan, lo que terminó por anular el contacto entre profesionales de la prensa y funcionarios públicos. Esa situación ha ocasionado que el mismo conmutador de la Secretaría de la Función Pública aumente su vacío, fracturando no solo la conversación ciudadana, sino cerrando la vía de la participación pública.

En un país donde la política se ha sostenido históricamente sobre la retórica del caudillo —desde el “¡Viva México!” hasta el “me canso ganso”—, la presidenta ha escogido hablar como científica. Y eso, por sí solo, ya es disruptivo. Sus conferencias de prensa siguen el formato diario, están más estructuradas, menos improvisadas y, sobre todo, más orientadas a mostrar cifras, avances, gráficas y argumentos académicos. No busca provocar, sino explicar. No busca dividir, sino convencer. Está lejos de caer en la tentación de los rounds de sombra.

Esa estrategia le ha funcionado en ciertos frentes. Frente a un Donald Trump volátil, Sheinbaum no entró al juego de los insultos. Se mantuvo firme y calmada, defendiendo los intereses mexicanos con hechos y con historia. Su ya famosa respuesta a la absurda propuesta de renombrar el Golfo de México como “Golfo de América”, mostrando mapas del siglo XVII y sugiriendo rebautizar EE. UU. como “América Mexicana”, fue una muestra de inteligencia comunicacional, cargada de ironía elegante y nacionalismo con memoria.

Pero no todo puede sostenerse en la desnudez del dato. La comunicación de Sheinbaum carece, a menudo, de una emocionalidad que conecte con los dolores más profundos del país. Lo vimos en su reacción al caso del Rancho Izaguirre, donde colectivos de familiares encontraron restos humanos en un sitio presuntamente operado por el crimen organizado. Aunque la presidenta reaccionó con firmeza institucional, faltó un gesto de cercanía, una palabra que reconociera el horror vivido por miles de familias mexicanas. La razón es necesaria, pero en México la verdad también necesita humanidad.

La otra gran diferencia con su antecesor es la relación con los medios y la oposición. Sheinbaum no ha hecho del ataque sistemático su sello. No necesita enemigos constantes para sostener su liderazgo. Y eso se agradece en una democracia que ha estado al borde del desgaste por la polarización permanente. Pero esta sobriedad también tiene su costo: en momentos de tensión política, su figura puede percibirse lejana, demasiado correcta, casi impenetrable.

Además, hay otros silencios que pesan. Por ejemplo, la falta de un verdadero canal de escucha. La comunicación del gobierno sigue siendo predominantemente unidireccional: se informa, se expone, se celebra. Pero rara vez se dialoga. No hay espacios reales de deliberación ciudadana ni mecanismos sólidos de retroalimentación que orienten la toma de decisiones. Y en un país como México, la ausencia de escucha institucional puede convertirse en ruido social.

“Solo lo que se nombra existe”. Con esta frase, pronunciada en su discurso de toma de protesta, Claudia Sheinbaum no solo marcó el inicio de su mandato como la primera presidenta de México, sino que introdujo un principio profundamente político: el poder del lenguaje para crear realidad. Desde el estrado más alto del poder Ejecutivo, Sheinbaum no solo nombró, sino que visibilizó.

En política, como en la vida, nombrar no es una acción neutra. Es un acto fundacional. Implica reconocer, validar, incluir. Y también puede implicar excluir, silenciar o negar. Desde la filosofía del lenguaje hasta los estudios feministas, numerosos pensadores han señalado que el lenguaje no solo refleja el mundo: lo construye. Judith Butler, una de las teóricas más influyentes en torno al género y el poder, ha demostrado que el lenguaje es performativo, es decir, que produce efectos concretos sobre los cuerpos, las identidades y las relaciones sociales. Nombrar es, en ese sentido, ejercer poder.

El lenguaje inclusivo, por ejemplo, no es solo una corrección política: es una herramienta que desafía estructuras que antes se consideraban naturales o inamovibles. Nombrar identidades diversas, reconocer existencias que históricamente han sido silenciadas —las mujeres, las personas trans, las infancias no normativas— es parte de la disputa por el espacio simbólico, por el derecho a ser vistos y escuchados.

Por eso, cuando una figura de poder como Claudia Sheinbaum afirma que solo lo que se nombra existe, nos invita a revisar el rol que el lenguaje juega en la construcción de lo social. Nos recuerda que el silencio también es una forma de violencia. Que lo no dicho, lo no enunciado, lo invisibilizado, también forma parte del control del poder.

Nombrar no basta, por supuesto. Pero es el primer paso hacia la transformación. Porque mientras no se diga, no existe. Y lo que no existe, no se puede defender.

La presidenta aún está a tiempo de hablar no solo desde el poder, sino desde el país. Y para ello tendrá que dejar de hablar únicamente como científica y empezar a comunicarse como estadista, no aislada de la conversación con la ciudadanía que transita las redes sociales. Para abrirse a esa sociedad que ha sido excluida, la presidenta tendrá que evadir el cerco, llegar con todas y hacer visible lo invisible, convocando a la unidad. Tendrá que entender que los silencios también gobiernan.

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