Ola de violencia y despojo contra las comunidades indígenas

Autor Congresistas
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Clara Jusidman

El reciente asesinato del padre Marcelo Pérez Pérez, en San Cristóbal de las Casas, es un nuevo e infame golpe para las comunidades y pueblos originarios de Chiapas y para quienes promovemos la paz y la reconstrucción del desquebrajado tejido social en nuestro cada vez más violento y lastimado país.

El padre Marcelo era uno de los presbíteros indígenas que trabajan en la diócesis de San Cristóbal al que acudían en busca de ayuda, consejo y orientación centenares de pobladores de la región y en quien confiaban para resolver problemas intercomunitarios o con las autoridades. Un hombre sencillo, inteligente y un comprometido promotor de la paz y la justicia.

Su muerte es una evidencia más del despojo, el desalojo, las desapariciones, los secuestros y los asesinatos que se han ensañado especialmente con las comunidades y pueblos indígenas en Chiapas, en la Sierra Tarahumara, en la Montaña de Guerrero, en Michoacán y en la zona maya.

Son una muestra del nivel de barbarie en que estamos sumidos y del avance de la destrucción de nuestra casa común. 

La colusión entre autoridades, caciques y bandas del crimen, utilizando grupos paramilitares, parecen haberse hecho el propósito de acabar con los últimos vestigios de tejido social comunitario y explotar lo que queda de recursos naturales en donde aún habitan pueblos originarios.

Se les quiere desaparecer, dispersar, desalojar para apropiarse de sus recursos: de su bosque, de su tierra, de su agua, de sus minerales, de las especies que habitan en su entorno, que ellas y ellos han cuidado y protegido por tanto siglos. 

Es una nueva ola de colonización extractivista para explotar al máximo sus recursos naturales, destruir sus culturas o utilizar su ubicación en rutas de interés para el tráfico de personas, de droga, de precursores, de especies reservadas, así como para imponer proyectos de “desarrollo” como el turismo, la porcicultura y el tren maya en Yucatán, la termoeléctrica en Morelos o, en su momento, la siembra de amapola en Guerrero. 

Alguna vez en las comunidades, barrios, vecindarios y pueblos había confianza, solidaridad, colaboración, reglas a respetar y como consecuencia, menos inseguridad y violencia. Si alguien se atrevía a atentar contra esa confianza recibía una sanción del colectivo: era reconvenido y exhibido frente al grupo, se le asignaban tareas en beneficio de la comunidad o era aislado y aún expulsado como castigo. Las comunidades indígenas eran lo que nos quedaba de esa convivencia, aún con sus conflictos religiosos y territoriales.

Actualmente vivimos en la total impunidad: quienes cometen faltas, inclusive violentas como asesinatos, secuestros, tortura, violaciones, saben que no hay quien les reclame, ni quien los sancione. Es la destrucción del Estado, de las organizaciones sociales y civiles, del tejido social y el más profundo desapego a la ley, aún por quienes deberían ser las y los primeros en acatarlas.

Hace treinta años el EZLN se rebeló. La voz y las demandas de los pueblos indígenas se escucharon en todo el mundo. Hoy nuevamente son agredidos, amenazados y despojados.

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