La democracia, más que un concepto, es la combinación de diferentes ideales, mitos y filosofías, y conjuga tradiciones políticas y propósitos contradictorios, de ahí su encanto y seducción. Por tanto, cabe pensarla como un régimen de la complejidad, pero sobre todo de la contradicción, dice Jesús Silva-Herzog Márquez en su espléndido ensayo –y lectura obligada– titulado La casa de la contradicción. Y se da a la tarea de enumerar, con erudición, las corrientes que la nutren:
Abreva de las fuentes del romanticismo rousseauniano, que funde a la persona en la comunidad para así lograr el renacer de la humanidad en la hermandad. En esta ciudad, en este pueblo ideal, reina la armonía porque todos son iguales y comparten idéntico poder. Se trata del vaciamiento del yo en el nosotros, pero sin que la persona pierda un ápice de su libertad: el individuo encarna en el pueblo liberado del egoísmo. Luego, su soberanía no termina en el acto de votar ni la cede a un tercero: el ginebrino desconfía del voto y del trono, dice el autor.
En su utopía del Contrato social, Rousseau cree que la comunión de individuo y pueblo, nulifica los particularismos y, por tanto, el egoísmo, pero sin que aquel pierda su ser, su identidad. Por ello en ese pueblo mítico reinan la justicia y la verdad. Dicho pueblo no se equivoca es infalible. Es el meollo de la voluntad general: todos son uno y el individuo es a la vez Pueblo. Se trata, ni más ni menos, que del Paraíso en la tierra. Es aquí donde esta visión democrática se conflictúa y, a su vez, se refresca con la tradición liberal. Apunta Silva-Herzog: “el sueño de la infalibilidad popular [es] una coartada tiránica… la idealización del soberano popular habilita al nuevo déspota. La credencial democrática puede terminar siendo brutalmente opresiva”. Pero la fantasía pervive.
La democracia también se recrea en los postulados utilitaristas. Para ellos es medio de convivencia social que permite sumar intereses y satisfacer el llamado primario de la humanidad, a saber, ampliar los placeres y reducir el dolor. Siguiendo a Jeremy Bentham, bajo ese principio, la política deja de ser el ámbito de la virtud rousseauniana y se transforma en palanca para complacer egos individuales mediante la mayor cantidad de satisfactores materiales al menor costo. Aquí, el voto es útil para satisfacer las necesidades y/o placeres del mayor número de individuos. Por esa pendiente las personas son rebajadas a clientes.
Bajo la visión utilitaria es aceptable el sufrimiento de unos si con ello se beneficia a la mayoría, pues el número lo justifica todo. Por ello, en esta tradición los derechos humanos son inexistentes: las personas tienen valor, son iguales si son parte de la mayoría. John Stuart Mill, hijo del mayor discípulo de Bentham, enmienda la plana a los utilitaristas al considerar que la democracia es irreductible al número y a la utilidad. Dice Silva-Herzog que, para este pensador liberal, sólo en “democracia somos en verdad personas. Ni cosas ni bestias… ciudadanos que discuten y se responsabilizan de su actuar… [en otras palabras], La democracia: una celebración de la diversidad, de la razón, del diálogo”.
En su evolución histórica la democracia cruza varias aduanas que se contradicen y ponen el acento en diversas miradas: de la voluntad general, pasa de la utilidad al ágora deliberativa y liberadora del hombre. El ensayista cierra la pinza con las observaciones de Benjamin Constant al contemplar los excesos de la soberanía, de la voluntad general: “El poder absoluto, así sea el más virtuoso, del más sabio, de la mayoría, no puede conjugarse jamás con la libertad…”. De ahí deriva el complejo sistema de pesos y contrapesos. En palabras de nuestro autor: “Más que apostar a la virtud, la democracia liberal confía en la desconfianza”.
Ahora irrumpe en el escenario Max Weber. Para este sociólogo, la democracia es el crisol que, mediante las duras batallas en el parlamento, forja a los grandes líderes que requiere el Estado para guiarlo con severidad y preservar el orden, mediante los medios que se requieran. De este modo, su fin no es buscar la verdad, la felicidad, la deliberación ni el bien común, sino es el núcleo de la violencia legítima.
En este amasijo de ideas, de rupturas y continuidades, los economistas aprecian otro resorte de la democracia. Para la corriente dominante, ortodoxa, se reduce al mercado de ideas (políticos) y mercancías. Se inspiran en Weber (el Estado garante de la seguridad) y en el utilitarismo: el hombre es un ser racional que busca el máximo beneficio. Resuenan ecos de las críticas de Rousseau a la democracia: la soberanía del individuo asoma sólo un instante, a la hora de emitir su voto. Después de ese momento, vuelve a su condición de súbdito.
No obstante, Silva-Herzog rescata un tópico harto relevante de tal corriente de pensamiento, que se apropia de una parte de la filosofía de Karl R. Popper: “Ahí está la modesta grandeza de la democracia: deshacernos del mal gobierno sin matarnos”, escribe. Gran aporte a la humanidad: resuelve pacíficamente los conflictos y el arribo al poder.
Más allá de lo que sostienen las distintas escuelas que confluyen en el pensamiento democrático, a saber, utopía de la igualdad absoluta, libertad plena de los mercados e individuo racional y calculador, método para solucionar conflictos y acceder al poder, gran edificio de leyes e instituciones…, la democracia simboliza los anhelos y afanes del hombre. En suma, la aspiración de la democracia es tan amplia como la inspiración del espíritu humano. Resume así este ensayista, quizá el mejor en México, el fragmento de su libro: la democracia es identidad de pueblo y gobierno; campo de la deliberación, de la diferencia y la razón; forja de caudillos; mercado de ideas y mercancías; premio a la responsabilidad y castigo a la torpeza. Si todo esto es la democracia, dice, estamos frente a un vacío. Por ello es la casa de la contradicción.
En próximas colaboraciones retomaremos el hilo de esta reseña o mejor, conversación con el autor. En líneas adelante nos propone que la democracia no es esencia ni encarnación del poder del Pueblo…