Oscar Negrete Reveles
La película inglesa The Wicker Man se grabó en 1973 y, hasta la fecha, se mantiene como una película de culto (y acerca de un culto), que sigue fascinando a propios y extraños. Ha trascendido, sin duda, relevos generacionales para ser un clásico eterno que navega entre el placer, el fanatismo, el miedo y la curiosidad religiosa.
Primero, debo pasar por los datos obligados. Esta película se basa en la novela llamada “Ritual” de David Pinner. Su director fue Robin Hardy y los personajes principales fueron representados por grandes actores, Edward Woodward y Christopher Lee, quien, a la postre, sería uno de los actores más prolijos en cine clásico de terror. El papel de la afrodita, la belleza, la insaciable fuerza hermosa de la naturaleza fue representado por una de las mujeres más bellas que han pisado nuestra buena tierra, Britt Ekland.
La historia fue, en su momento, original. Ante el reporte de la desaparición de una menor de edad en una pequeña isla de Escocia, el sargento Howie, como un héroe, se embarca en una búsqueda llena de tropiezos. Sus errores más graves fueron sus prejuicios contra la religión de corte celta de los habitantes de la isla y su fanatismo cristiano, revestido de intolerancia religiosa.
El pobre sargento Howie no realizó una búsqueda cuidadosa y prudente. Fue, por el contrario, agresivo, prejuicioso, presto a juzgar costumbres distintas y, sobre todo, mojigato.
Los pobladores de la isla, iletrados y poco instruidos en la ciencia, manipulados por Lord Summerisle, se dejan llevar por los placeres irrestrictos de la religión natural. Una religión que, en el fondo, no responde a imposiciones sociales y estructuras artificiales basadas en la funcionalidad de sociedades complejas y pretendidamente sofisticadas. Esta religión de la naturaleza es sabia, se respetan las fuerzas naturales, se aprecia con un fervor morboso la misteriosa o caprichosa generosidad o limitación en la abundancia de las cosechas y, ese misterio, es lo que gatilla la imaginación de aquellos pobladores. Están dispuestos al sacrificio por el bien de sus ciclos estacionales y, a cambio de mantenerse en ese estado dudoso de ignorancia, disfrutan la falta de sanciones morales ante su libertad sexual. No tienen la carga ideológica judeo-cristiana que limite sus deseos y han creado, a la luz de esa negociación con la naturaleza, una comunidad alejada en la que parecen funcionar sus propias normas de aceptación de su naturaleza sexual libertaria, alejada de la sumisión a normas estrictas y antinaturales del pensamiento judeo-cristiano que, a final de cuentas, termina por ser la perdición del idealista oficial de la ley.
El hombre de mimbre es, de forma absoluta, una de las mejores realizaciones cinematográficas que debe rescatarse, comentarse y apreciarse, porque, como en toda historia, las enseñanzas y los mensajes vienen con mayor frecuencia de quien aprecia la obra en vez de que de quien la realiza.
Para mí, apreciar la belleza del orden natural y la belleza de Willow, que representa esa creación perfecta, con ojos como el cielo y cabello como el sol y como el trigo, es una de las obligaciones del ser humano, la naturaleza es bella y es sabia y, a veces cruel, como lo es la hermosa Willow en su papel de confusa seductora.
Por último, esta cinta me deja pensando que nuestras normas sociales nos hacen intolerantes a la forma de vida, existencia y expresión de los demás. Sin duda tendríamos un mejor orden social si nos enfocáramos mas en nuestros propios errores y no en tratar de cambiar a los demás.