Las misiones diplomáticas existen para representar a un estado extranjero en un estado receptor. Las funciones que los agentes diplomáticos realizan, se describen tanto en la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas como en la Ley del Servicio Exterior Mexicano.
La diplomacia no es ajena, como muchas otras actividades humanas de la esfera de lo público y lo privado, a los cambios políticos, sociales y tecnológicos que afectan nuestra forma de entender y realizar esas actividades de manera más eficiente.
Una de las empresas que es un icono de la expansión estadounidense hacia el oeste durante el siglo xvii es Wells Fargo. Esta empresa enfocaba su negocio en el transporte de mercancías por medio de diligencias con carrozas y caballos. Con la llegada del emblemático ferrocarril, el negocio de transporte de Wells Fargo no sería ya atractivo, pero la empresa cambió su giro y aprovechó el nombre y reputación que la distinguía para mantenerse en el mercado. Hoy Wells Fargo es uno de los bancos más importantes en Estados Unidos y mantiene como imagen corporativa la emblemática diligencia que le dio origen a su vida comercial. El ejemplo es relevante porque muestra con claridad la importancia de saberse adaptar al mundo cuando las realidades cambian con rapidez.
En la diplomacia y especialmente en la diplomacia mexicana, que es eminentemente representativa, existen varias áreas de oportunidad para mejorar la estructura de la presencia diplomática de México en el extranjero. Hoy más que nunca, debe aprovecharse la tecnología que aceleró su paso para mejorar nuestras comunicaciones, en tiempos de la pandemia por COVID-19. Hoy la comunicación internacional se realiza en tiempo real, con transmisión de datos de imágenes y voz, permitiendo a los líderes de los diversos países y organismos internacionales comunicarse y mirarse en tiempo real, confidencialmente, sin necesidad de intermediarios. Esta realidad es muy distinta a los tiempos en los que los mensajes se enviaban en cartas selladas con cera y transportadas por elegantes emisarios en caballos, porque no había otra forma de hacerlas llegar.
Cuando los países europeos comenzaron a abandonar a sus hoy ex colonias durante los siglos xviii, xix y xx, los habitantes de esos territorios se encontraron inmersos en situaciones políticas inestables. No estaban totalmente “europeizados” ni eran ya totalmente “indígenas”. La imposición de nuevas formas de gobierno no maduró por completo y la tentación de los grupos oligárquicos locales por competir por el poder y la dominación en esos países derivó en una prolongada inestabilidad política. Esa inestabilidad política se mantuvo durante la Guerra Fría, cuando Estados Unidos y la Unión Soviética buscaban ejercer su respectiva influencia en las frágiles instituciones gubernamentales de esos países ex coloniales o ex virreinales. Esto es especialmente evidente en Latinoamérica, donde el fantasma del comunismo pervive en regiones económicamente lastimadas como Cuba y Venezuela.
En el contexto de la Guerra Fría, gobiernos de países con frágiles instituciones políticas y sin madurez en su identidad de pertenencia nacional, desfilaban entre civiles y militares, comunistas o capitalistas, y la primera estrategia para que un gobierno pueda considerarse como tal, es el reconocimiento diplomático extranjero.
Así, con economías débiles, pero con luchas cruentas entre grupos de poder, varios países latinoamericanos y africanos enfocaban su estrategia de supervivencia en el reconocimiento diplomático y en el consecuente establecimiento de relaciones diplomáticas y embajadas en tantos países extranjeros como se pudiera, pues esto daba, al menos en imagen, una mayor presencia internacional.
Derivado de lo anterior, los países con gobiernos, economías e instituciones más débiles, se enfocaron en la diplomacia eminentemente representativa, es decir, aquella que se limita a la presencia de embajadas recíprocas o concurrentes en y con varios países, dependiendo de la capacidad económica para sostener a las respectivas misiones diplomáticas. Esta diplomacia representativa cumplía una función esencial: lograr el reconocimiento internacional de países y gobiernos, cuyas élites gobernantes buscaban para evitar caer con mayor rapidez si es que hubiera rebeliones o continuas luchas internas en esos países/gobiernos.
Derivado de lo anterior, se comprende la diplomacia eminentemente representativa a diferencia de la diplomacia de promoción de intereses. Por evidentes razones económicas y de geopolítica, no puede compararse la relación diplomática entre Rusia y Estados Unidos con la relación diplomática que Rusia tiene con México. Los actores diplomáticos actuales tienen un peso específico por su economía, su poder militar y su influencia regional. Así, los países más ricos y con mayores ejércitos y empresas multinacionales, tienen una diplomacia más activa y más vigorosa, porque tienen muchos intereses en el extranjero que deben proteger y promover. Por ello tienen presencia militar y de activos de inteligencia que realizan labores de estudio y protección de sus respectivos intereses nacionales.
A contrario sensu, los países que no tienen esa riqueza, poder o influencia, deben conformarse con la diplomacia eminentemente representativa, sin que esto sea demeritorio ni vergonzoso. No obstante, es una realidad. Ya que en términos geopolíticos México no tiene el número de fronteras o influencia regional del que goza, por ejemplo, Rusia, México debe conformarse con su diplomacia representativa y reformularla con el aprovechamiento de los activos tecnológicos actuales.
En concreto, México debe priorizar su política pública en materia de relaciones internacionales en Norteamérica para fortalecer su presencia con Estados Unidos y Canadá, disminuir las embajadas presenciales en países de Europa del Este, África y Asia, reposicionar y fortalecer selectivamente misiones diplomáticas en países clave, como China, Japón, Singapur, Israel y Emiratos Árabes Unidos, por nombrar algunos, de forma ejemplificativa y de ningún modo limitativa.
Para México es urgente volver a pensar en las embajadas presenciales que tiene en el mundo, disminuirlas en número, reconfigurarlas haciendo valer la concurrencia diplomática, aprovechar la tecnología y fortalecer su posición en economías más competitivas con las que puedan forjarse alianzas realistas, que le permitan solidificar su amistad y presencia en Norteamérica al tiempo que diversificar su comercio y relaciones culturales y educativas con países con los que realistamente sea posible cerrar esos acuerdos. México debe fortalecer su papel e influencia regional en Norteamérica.
Como dice el dicho popular mexicano, “el que mucho abarca poco aprieta”, y hemos abarcado mucho territorio sin cosechar grandes resultados. En concreto, hemos dejado pasar el conflicto económico entre Estados Unidos y China para ser los productores de las mercancías que el vecino del norte requiere, y hemos fracasado en intensificar nuestras relaciones para mejorar nuestra tecnología doméstica, perdiendo oportunidades de aprendizaje intenso y desarrollo conjunto con, por ejemplo, Alemania, Rusia e Israel. Hemos dejado pasar también la oportunidad de aprender del sistema educativo de Japón, de cuyos principios de convivencia cívica, higiene y tecnología tenemos mucho que aprender y que mucho nos beneficiarían.
Será tarea de los responsables de la política pública en materia de relaciones exteriores reconfigurar la estructura, presencia, influencia y planes concretos de trabajo de México en el mundo.