Héctor Barragán Valencia
¿Por qué hay tanta discordia en el mundo que nos tocó vivir? Me parece que el origen lo encontramos en la convicción de que somos superiores moralmente unos de otros. ¿Cómo llegamos hasta ahí? A lo largo de nuestra vida conformamos lo que llamamos “personalidad”, constituida por un conjunto de ideas, creencias y valores. Estas ideas se originan en la visión que tenemos de nuestro mundo (cosmovisión), en la que intervienen la genética, la geografía y los efectos que el medio ambiente ocasiona en nuestro comportamiento, llamada epigenética.
Para los occidentales el cristianismo, influido por la cultura griega y latina y un sinfín de discusiones teológicas, integran nuestra visión del mundo, de lo bueno y lo malo, lo permitido y lo prohibido (cosmovisión). Pero no se trata de una visión única, uniforme. Al menos existen dos ramas principales de la filosofía cristiana, y están encontradas. Una de ellas pone en el centro al individuo y la autonomía personal que es casi ilimitada; la excepción a esta regla es evitar dañar a terceros. La otra corriente o visión del cristianismo da mayor peso a las jerarquías familiares y sociales (es patriarcal), así como a la libertad del capital. Como obra del hombre, la empresa es igual de libre (antropomorfismo).
Ambos linajes del cristianismo comparten un tronco común, aunque tienen serias divergencias. Hasta recientemente había un acuerdo tácito de respeto y comprensión mutua de estas corrientes principales de pensamiento. Los agravios se acentuaron en las últimas décadas. El consenso fue roto a consecuencia de las enormes desigualdades que ocasionaron la revolución científica y tecnológica y la liberación de las restricciones a las grandes empresas manufactureras, tecnológicas y financieras (desregulación del capital). El efecto de la liberación del capital es que las personas perdimos el control de las decisiones económicas y políticas que más impactan en nuestra vida, y sobrevino un abismo entre quienes tienen mucho y los que carecen de lo elemental. Dejamos de dialogar y de entendernos.
Los estudios recientes de metadatos a millones de usuarios de las redes sociales, en Estados Unidos, prueban que los estratos sociales de los de arriba, como los de abajo, se excluyen mutuamente: uno y otro grupo no se relacionan entre ellos. Cada parte ha creado sus propios bandos que no se hablan y, por tanto, no se comprenden. Las redes sociales han favorecido esta segregación social. Los menos favorecidos se sienten excluidos y agraviados. Los mejor posicionados en la escala social creen tener derecho a sus privilegios. A partir de ahí cada cofradía ha creado su propio relato y visión de su mundo. Ambas se creen poseedoras de la verdad absoluta. En Brain and Culture el neurólogo Bruce Wexler explica así el fenómeno: cuando nuestro cerebro conforma el relato del mundo particular que habitamos cada una de las personas, dejamos de atender al mundo exterior: nos enclaustramos. De modo que sólo damos cabida a lo que confirma nuestras creencias.
Nuestro cerebro tiende a desechar la nueva información externa y crea y recrea su propia narrativa: rechaza aquello que no concuerda con nuestras creencias y solamente aceptamos lo que confirma nuestras ideas, nuestra forma de pensar. Así llegamos a que cada cabeza es un mundo. Un mundo habitado por las cabezas que piensan y sienten igual, y excluye a las que divergen del mismo sentir. Nos causa malestar aquello que no concuerda con nuestro modelo de realidad. De acuerdo con los estudios de Wexler, nos provoca estrés, tristeza e impotencia. Al sentir amenazadas nuestras creencias, ocurre un fenómeno parecido al que enfrentamos ante un peligro extremo: nos ponemos en estado de tensión y alerta máxima, tal como si estuviera en juego la supervivencia.
Will Storr en la Ciencia de contar historias describe así el estado de ánimo que se suscita cuando cuestionan nuestras creencias: “… Una opción puede ser intentar convencer a nuestro oponente de que está equivocado y de que nosotros estamos en lo cierto. Cuando esta estrategia fracasa, como suele ser el caso, se convierte en una auténtica tortura. Le damos vueltas y más vueltas al conflicto, mientras nuestra mente, en estado de pánico, amplía la lista de agravios y las razones por la que los demás son idiotas, deshonestos o moralmente corruptos…”. Defendemos estas creencias porque han dado forma a nuestra identidad y personalidad. Son fundamentales para sentir que el mundo no es caótico, que tiene sentido y está bajo nuestro control.
La defensa de estos modelos es lo que nos tiene enfrentados. Por ello suponemos que quien disiente, quien piensa diferente es una persona que enloqueció. Michael Foucault demostró que el disidente, el diferente, es considerado loco, anormal, malo, y merece ser castigado con rigor y excluido para evitar que contamine a las buenas conciencias. Es así como llegamos a concluir, en uno y otro bando de las dos visiones cristianas del mundo, que somos moralmente superiores. De esta manera, los dos extremos, avalados por su concepción de superioridad, exculpan su egoísmo, su crueldad y justifican las acciones más atroces. Y quienes lideran a estos bandos suelen ser personas con una autoestima fuera de lo común y un idealismo que los supone superiores.
Los liderazgos de estos movimientos suelen ser memoriosos. Son aficionados a la memoria histórica. Ahora bien, ¿cómo construimos la memoria? La neurocientífica Giuliana Mazzoni dice que la memoria es un conjunto de recuerdos que selecciona nuestro cerebro o inclusive inventa para fortalecer nuestro yo y construir nuestra identidad. Es lo que guía y justifica nuestra conducta en la vida. El yo es el protagonista, el héroe que exculpa su actos y condena aquello con lo que está en desacuerdo. Es decir, la memoria es la fuente de autojustificación: al seleccionar los recuerdos nos exculpa, pero sobre todo olvida nuestros errores y fracasos, según los psicólogos Carol Tavris y Elliot Aronson.
Ese mismo proceso ocurre con la memoria histórica de los países a la que recurren los liderazgos convencidos de su superioridad moral. Entre el panteón de los hombres ilustres se elige a los villanos y a los héroes. El objetivo es crear una visión común entre sus huestes de lo que debe hacerse, de quiénes son los buenos y quiénes los malos, del bien y del mal, de lo aceptable y de lo condenable. Son personajes que saben del enorme poder que tiene el relato para mover montañas, para redimir conciencias e intentar hacer el mundo a su imagen. El problema de esta concepción de las cosas es que, al dividir el mundo entre bandos irreconciliables, al excluir al otro, al diferente, las sociedades tienden a petrificarse, a volverse rígidas, violentas, excluyentes. Nos asomamos al abismo. Si no queremos ese destino debemos dialogar y reformar las estructuras sociales que han segmentado y separado a las personas.