El desencanto con la democracia

Autor Congresistas
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Héctor Barragán Valencia

Tenemos la sensación de que el mundo gira sin control. A medida que el mercado global y volátil disuelve los lazos y apoyos familiares y comunitarios, se destruye la certidumbre sobre la valía e identidad de las personas (Tocqueville). Y si al mismo tiempo restringe la autonomía y capacidad de acción de los gobiernos, embarga un sentimiento general de soledad y orfandad: las personas se sienten atemorizadas y excluidas. La destrucción de los sistemas de seguridad sociales y estatales ocasionan inseguridad. La inseguridad genera miedo y torna irascibles y violentas a las personas. Luego, la sensación de exclusión y no pertenencia a la sociedad genera nihilismo: se pierden los valores y el sentido de la vida. Me parece que es la causa de la violencia irracional que padecemos en México y en lugares distantes y desconocidos.

Este es el contexto en el que podemos entender el desencanto de la gente con la democracia. La democracia se limita al ámbito nacional. Carece de influencia más allá de los límites de un país. En cambio, los mercados globales tienen influencia y poder mundial: lo que deciden los dueños del dinero puede impulsar a un país como ocasionar una crisis financiera y política. Sus exigencias consisten en austeridad, impuestos bajos o inexistentes, debilitamiento o aniquilación de las organizaciones laborales, flexibilidad laboral (amplia facilidad para despedir y reducir los salarios, así como movilidad de los trabajadores, contratos con bajas o nulas prestaciones sociales…), eliminación del sistema de seguridad social y libre movimiento de capitales y procesos productivos. De este modo, la capacidad de acción de los gobiernos democráticos se anula. Para que sobreviva la democracia y la globalización misma es menester que el Estado-nación tenga mayor ámbito de acción social (Dani Rodrik).

Como la democracia se limita al ámbito nacional, se vuelve disfuncional e impotente ante los mercados globales. Deja de cumplir con las expectativas de bienestar. Entonces, la democracia parece una coartada de las elites para mantener el poder y los privilegios. A medida que la volatilidad de los mercados globalizados restringe la autonomía y la capacidad de acción de los gobiernos, explica Pankaj Mishra en La edad de la ira: “Muchas personas viven en estado de temor constante en un mundo donde todas las fuerzas sociales, políticas y económicas que determinan sus vidas parecen opacas”. Inseguridad y miedo por perder el estatus, el trabajo por el dictado de competitividad a ultranza de los mercados favorece la aparición de enemigos a modo, ya sea los extranjeros, el color de la piel, liberales, conservadores o socialistas…

“Los derechos evidentemente naturales a la vida, la libertad y la seguridad –añade Pankaj Mishra–, ya mermados por una desigualdad de raíz profunda, se ven amenazados por disfunciones políticas y estancamiento económico y en lugares afectados por el cambio climático, una escasez y un padecimiento característicos de la vida económica premoderna. La consecuencia es, como temía Arendt, un «tremendo incremento del odio mutuo y una irritabilidad en cierto modo universal de todos contra todos los demás», un resentimiento. Un rencor existencial hacia el ser de los otros, causado por una mezcla intensa de envida y sentimientos de humillación e impotencia, ese resentimiento, a medida que se recuece y se profundiza, envenena a la sociedad civil y mina la libertad política, y actualmente está gestando un giro global hacia el autoritarismo y formas tóxicas de chauvinismo”.

Al cobijo del miedo (raíz del resentimiento y la ira) cobra interés volver a un idílico pasado, en pos de la seguridad e identidad perdidas. He ahí el atractivo de una sociedad de moral rígidamente virtuosa, estrictas normas restrictivas, de exaltación de la masculinidad, sometimiento de la mujer y militarismo. Es el giro que vemos en países como Italia, Estados Unidos, la misma Rusia, Turquía, entre otros. La explotación de este sentimiento primario es la magia de los políticos que han sabido invocar las fuerzas ocultas y poderosas de la supervivencia. Como en el pasado, invocan la explosiva mezcla de inseguridad, miedo y exclusión social. Su fuerza es el vacío moral y espiritual que les permite invocar la violencia demencial, e ir en pos de refugios religiosos, así como aspirar a la trascendencia, así sea mediante odio y fanatismo.

Este resentimiento social adquiere una dimensión crucial cuando chocan frontalmente el noble ideal del individuo autónomo y una realidad que niega a las personas las condiciones materiales y sociales para realizar esa aspiración. Es entonces cuando cunden inseguridad y miedo, detonantes de envidia e ira. El ideal de libertad y autonomía personal requiere de un piso básico de igualdad que permita a las personas seguridad y les proporcione identidad. Es la forma de lidiar con los desafíos que plantea la libertad, cuya característica es una vida de agitación y cambio, como planteaba Tocqueville (De la democracia en América). En caso contrario, decía, la falta de asideros en materia económica, moral y religiosa que brindan seguridad, puede conducir al deseo de someterse a un amo. El despotismo se vuelve atractivo.

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Este escenario complejo me parece que es el referente para entender a los hombres providenciales de hoy en día y a las masas que le siguen enceguecidas por la inseguridad y la precariedad económica. Si no comprendemos los miedos que ocasionan la inseguridad económica y la desigualdad extrema, no entenderemos el embrujo que ejercen los populismos y los demagogos en individuos desamparados. Mientras no entendamos la realidad que nos tocó vivir para proponer cambios y políticas públicas que hagan posible un piso de igualdad, de manera que la libertad no genere desasosiego, desarraigo y miedo, seguiremos enfrascados en la descalificación estéril y absurda. Sin un piso básico de igualdad, la libertad degenera en despotismo. Como decía Isaiah Berlin, la libertad de los lobos es la muerte de las gallinas.

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