Héctor Barragán Valencia
A Patricio Gasca Barragán
Llegaste hace 11 años a enriquecer nuestras vidas
¿Por qué ama tanta gente a líderes como el presidente López Obrador? ¿Son tontos? ¿Son ignorantes? Explican bien este tipo de fenómenos los estudios recientes en los campos de la sociología, la política y la biología, en particular la epigenética y la neurociencia. Estos descubrimientos también responden a la siguiente pregunta: ¿por qué es tan potente y penetra tan hondo el discurso de estos líderes en la conciencia de millones personas? ¿Es manipulación? La primera precisión es que todos estos individuos no son tontos ni ignorantes. Tampoco son peleles o marionetas que asimismo manipulan dirigentes como Trump, Putin, Viktor Orbán. Estos calificativos son maniqueos (dividen entre buenos y malos) e impiden entender los sucesos sociales.
Entonces, ¿qué pasa en la cabeza de las personas que son presa de esta especie de embrujo de los líderes carismáticos? Se trata de un complejo proceso sociopolítico y biológico. Quizá la palabra que más se acerca a entender este acontecimiento social y biológico es desarraigo. Las personas que aman y siguen a estos líderes son los marginados, los olvidados; en suma, son los parias. Es decir, son quienes fueron expulsados o se sienten excluidos por los vertiginosos cambios que sufrieron la economía y las corrientes de pensamiento. La trasformación económica impactó la vida, las costumbres y la ideología de las comunidades de casi todos los países de la tierra, a partir de alrededor de los años setenta del siglo pasado. ¿Qué acaeció durante esos años?
La economía capitalista entró en crisis en esos tiempos y la solución que se tomó fue la liberación de los mercados financieros y de mercancías. Estos sucesos fueron impulsados por una revolución tecnológica que hizo posible el traslado de procesos productivos y el libre movimiento de capitales por todo el planeta en busca de la mayor rentabilidad posible. De tal manera que la fabricación de productos y las inversiones se trasladaron primordialmente a China y a otros países del sudeste de Asia. También las naciones de América Latina fueron impactadas y/o beneficiadas por estos acontecimientos. En México, ensayos como el de Claudio Lomnitz, El tejido social rasgado, explican parte del desajuste social e institucional que trajo la liberación económica.
¿Cuál fue el efecto que ocasionó en millones de personas en todo el mundo la liberación económica y financiera, así como la revolución tecnológica? Muchos fueron beneficiados y dejaron la pobreza, pero una parte sustancial perdió su forma de vida. En Estados Unidos, sobre todo en los estados que comprenden el llamado cinturón del hierro, perdieron sus empleos y su estatus social por el traslado de las fábricas a otros países. En México, a raíz de la crisis financiera de los años ochenta y de la liberación comercial, quebraron miles de empresas y millones de mexicanos perdieron sus empleos y su forma de vida. En ambos países, no hubo ayuda a dichas personas o fue exigua. Así se conformó una gran masa de personas excluidas y resentidas.
De la misma manera, la precariedad como la inseguridad de los perdedores y de diversos grupos que fueron lanzados a la periferia por la liberación de los mercados de capitales y mercancías ha provocado incertidumbre y miedo. Los estudios realizados con escáneres a grupos de control, tanto a personas que viven con temor e incertidumbre, así como a otros que se beneficiaron y ganaron con la nueva economía, revela cómo los primeros desarrollaron redes neuronales que atienden al llamado de líderes que les ofrecen seguridad, volver al pasado, el tiempo en el que sentían ser alguien, pertenecían a una comunidad y eran respetados, como prueban Richard Wilkinson y Kate Pickett en Igualdad=, y Marcel Danesi en Politics, Lies and Conspiracy Theories.
Estos grupos sociales reciben con esperanza los discursos de “Hacer grande a América otra vez”, como explica Michael Sandel en el Descontento democrático. Cuando las fuerzas de los mercados libres reducen a la impotencia al ciudadano porque pierde control de su vida, la promesa de Trump de construir el muro en la frontera de Estados Unidos con México representa algo fundamental: “… la reafirmación de la soberanía, el poder y el orgullo nacional”, dice Sandel en su obra citada. Si la democracia, entendida como el poder del pueblo para el pueblo pierde la capacidad de que las personas autogobiernen su vida, deja de tener sentido, es una palabra hueca. También pierden su razón de ser las instituciones y los contrapesos del Poder Ejecutivo, que nos promete seguridad, identidad y respeto. Las personas dejaron de identificarse y sentirse protegidos por los poderes Legislativo y Judicial.
¿Para qué le sirven al ciudadano un Poder Judicial y un Poder Legislativo autónomos e independientes del Ejecutivo, que nos promete volver al Edén? Son estorbos. En coincidencia con los estudios de Wilkinson y Pickett, Sandel observa: “El Brexit y el muro fronterizo simbolizaban una reacción adversa a un modo de gobierno tecnocrático, guiado por el mercado que había ocasionado pérdida de empleos, estancamiento de salarios, aumento de la desigualdad y cierta sensación irritante entre la gente trabajadora de que la élite la miraba con menosprecio”. Asimismo, hay otra clase de exclusión, como explica Francis Fukuyama en Identidad y El liberalismo y sus desencantados. La ideología neoliberal engendró corrientes “libertarias”, por llamarlas de alguna manera, en particular la cultura Woke, teoría social que fecunda un nuevo conservadurismo, tanto excluyente como intolerante.
La ideología Woke ha evolucionado a extremos antiliberales, pues promueve la exclusión y limita las libertades individuales y desconoce los derechos de otros grupos sociales. Tenemos, entonces, dos tipos de exclusión: por un lado, están los perdedores de la libertad de los mercados y, por otro se encuentran los grupos sociales excluidos por la Cultura de la Cancelación, un derivado de la ideología Woke. Tal es el caso de ciertos movimientos cristianos y grupos considerados blancos, anglosajones y protestantes. El ideal de dichos sectores es recuperar a la familia tradicional y restablecer los roles de hombres y mujeres: ellas recluidas en casa, y virtualmente sin derechos, en particular el derecho a su cuerpo, y ellos al trabajo y a la vida pública. Vida, Patria y Familia es su sino distintivo. Son profundamente misóginos, machistas y condenan la homosexualidad, la bisexualidad, lo transgénero, etcétera.
Ambos grupos sociales se sienten perdedores, humillados, fracasados, excluidos y amenazados. Tienen miedo y desean recuperar el edén perdido. Ese paraíso en realidad es el afán de volver a tener el control de sus vidas, que se perdió cuando la democracia dejó de tener la capacidad para regular las fuerzas del mercado. En México, apenas recientemente tenemos una democracia, pero circunscrita a rotar en el poder a las élites políticas y económicas. Nuestros derechos se limitan a decidir entre uno u otro grupo que se disputan el poder. Jamás hemos tenido el control sobre las decisiones que afectan a nuestras vidas. La transición fue incompleta. La apuesta de cambio en México se limitó a tal arreglo democrático e impulsar e implementar un acuerdo de libre comercio con Estados Unidos y Canadá. Se creyó que a la larga la liberación comercial nos proveería de un Estado de leyes y de derechos sociales. No ocurrió tal cosa. Un Estado, capturado por tecnócratas, abdicó a su papel de regulador del mercado y forjador de instituciones.
La dislocación social que ocasionó la bancarrota del gobierno en los años ochenta y la receta que se adoptó para salir del hoyo, la liberación comercial y financiera desplazaron a miles de campesinos, agricultores y pequeños empresarios de sus actividades y estilos de vida. Se perdieron millones de empleos y modos de reproducción social. La migración y la vinculación a la economía informal, ligada a la economía criminal fueron la opción de millones. Son más de 40 años duros, de zozobra, desesperanza y muerte. Este tiempo modificó nuestra percepción, conducta y maneras de ver y entender nuestro entorno. Alteró la biología y conducta de muchos mexicanos. Y nos hizo sensibles a ciertos tipos de discursos y relatos, que son los que nos motivan para nuestro accionar y conducta individual y colectiva.
En ese periodo desarrollamos redes neuronales, aptitudes y actitudes que nos permitieron adaptarnos. De acuerdo con los estudios de epigenética, los humanos somos capaces de adaptarnos a nuestro entorno social, político y económico, gracias a la activación o desactivación de letras y secuencias genéticas que, si bien no alteran nuestro código genético, sí modifican percepciones y comportamiento. Asimismo, se ha demostrado que estos cambios epigenéticos pueden trasmitirse de una generación a otra, lo cual mantiene las mismas reacciones que sus predecesores. Fueron años en los que millones de mexicanos sufrieron desdén, menosprecio y humillación. Fueron años donde la destrucción de formas de reproducción y modos de vida y estatus causaron temor. Los mismos estudios neurológicos muestran que estos sentimientos ocasionan las mismas reacciones químicas y biológicas que provocaban a nuestros antepasados frente al peligro y riesgo de perder la vida. Ante el peligro se reacciona a la defensiva.
Estos fenómenos biológicos elevan los niveles de cortisol y otras hormonas: nos preparan para defendernos o huir ante la amenaza del agresor. Igualmente, favorecen el desarrollo de cierto tipo de padecimientos físicos y mentales. Pero lo relevante en el caso que nos ocupa, es el efecto político y social que tienen el miedo, la humillación, la pérdida de estatus, de identidad, que según los múltiples estudios que recopilan Wilkinson y Pickett, en Igualdad=, provocan las mismas reacciones químicas y neuronales que el miedo. Ante este estado de cosas social, las personas son sensibles a los relatos y discursos que apelan al pasado para defendernos de la incertidumbre. Por ello en México el discurso del presidente López Obrador sobre la historia patria y los símbolos, así como los mitos que durante el pasado hicieron de México presuntamente mejor -desde la recuperación de Pemex y la CFE, para salvaguardar la soberanía nacional- son tan atractivos para millones de mexicanos, que no los conmueven los fríos hechos duros.
El discurso presidencial no es efecto de ninguna genialidad ni su intención es manipular. Es fruto de la humillación que él mismo sintió padecer durante su larga trayectoria política, como Moisés por el desierto. Les habla a los lastimados desde la misma herida que lacera a ambos: el menosprecio, el desdén, la pérdida de estatus, que ocasionó la desigualdad en estos años de libertades económicas para un puñado de hombres y empresas que dominan y se han afianzado en el poder durante este mismo gobierno. No obstante, el discurso de buenos contra malos, de conservadores y fifís, los corruptos, contra los pobres que les roban y quieren reconquistar el poder para seguir robando (léase humillando a los pobres), cala hondo en las conciencias y los mueve: sienten pertenecer a un movimiento que los reivindica e identifica, al tiempo que humilla a los potentados. Se sienten empoderados. Y si además muchos de los olvidados reciben ayudas gubernamentales, se refuerza el sentido de identidad. Pero para cerrar el círculo falta el último elemento el relato de la Tierra Prometida: el fin último al que aspirar.
Tenemos aquí los elementos para entender el fenómeno llamado populismo y el porqué se ama con pasión desmedida a sus líderes: una narrativa de fines últimos (teleológica) y un discurso identitario que ensalza a lo nuestro y vilipendia a lo otro. En el caso de México, el relato de los fines últimos que captura la imaginación popular es lo que se ha dado en llamar la “Cuarta Transformación de la Vida Nacional”. En Estados Unidos, la idea de “Hacer Grande a América Otra Vez”. Escribe Lomnitz en El tejido social rasgado: la narrativa teleológica, de fines últimos, “sirve también para minimizar [los horrores y el dolor de la vida cotidiana], los cuales parecen poca cosa frente a la grandiosidad de una serie de metas que se vislumbran en el horizonte”. ¿Qué son estas metas? Son fórmulas simbólicas. Significan todo y nada. En realidad, son enunciados huecos a los que se le puede añadir los deseos y atributos que se quieran. La clave es que forjan una certeza imaginaria, la de pertenecer a un movimiento que cambiará la suerte del humillado.
Une las piezas de este complejo rompecabezas el discurso maniqueo o binario: los buenos contra malos. Y claro, las redes sociales, que excluyen a la pluralidad e intoxican. En México los buenos son el pueblo; los malos son los ricos, los potentados, los corruptos, los fifís, los tecnócratas, la prensa, los periodistas. En otros países los malos han sido los judíos, los homosexuales, los negros, los latinos…. En ambos casos, a los que están fuera del grupo se les demoniza o se les compara con animales. El objetivo es deshumanizar a los diferentes para así avasallarlos o incluso eliminarlos. Es así como se siembra la semilla de la discriminación y del odio. Puede germinar el fascismo. Es incendiario exacerbar los sentimientos de los humillados, los olvidados, los marginados. Exaltar el ánimo de quienes los mercados, la ideología y las políticas tecnocráticas han excluido puede tener un costo humano de enorme magnitud y favorecer el asesinato de aquellos que son considerados malos. Es el riesgo de los populismos. ¿Qué hacer?
Cambiar este estado de cosas es un proceso histórico. No puede conjurarse por ensalmo. Es menester transformar las condiciones sociales, económicas y políticas que engendraron el malestar social, y favorecen y auspician que políticos forjados desde el resentimiento y la humillación exaltan los ánimos de las personas igualmente agraviadas para presuntamente corregir el rumbo que ha causado esa condición y, por tanto, ha llevado a la ruina y la decadencia al país, a la nación. Los estudios y la historia comparada muestran que la manera de transformar el malestar que carcome a las almas es mediante políticas que hagan posible un Estado de derecho y de derechos, donde el que tenga poco no sea tan ínfimo que le impida vivir con dignidad y el que tenga mucho no posea tanto que avasalle a los demás. Y esto no se logrará apelando a la buena conciencia. Se requieren políticas públicas redistributivas, así como procesos políticos que organicen y empoderen a los trabajadores, a los marginados, para repartir equitativamente el pastel de los beneficios económicos, además de una educación que enseñe a las personas las virtudes cívicas; es decir formar y forjar ciudadanos.
Se requiere, en suma, un golpe de timón en las políticas públicas para modificar las condiciones epigenéticas, responsables de conexiones neuronales y reacciones bioquímicas que hoy favorecen determinadas conductas y son receptivas a la exaltación de los ánimos. Si no modificamos las condiciones sociales generadoras de exclusión, las teorías conspirativas, pese a demostrar su falsedad, y los discursos divisivos, identitarios y de odio tendrán la aceptación y el aplauso de amplios sectores sociales. Se requiere una reforma social para que las personas controlen su entorno y así modifiquen sus comportamientos.