Clara Jusidman
Acabamos de pasar por dos versiones diferentes de marchas CDMX multitudinarias, y pacíficas en la Ciudad de México.
La primera, el domingo 13 de noviembre, convocada por agrupaciones de políticos de oposición al gobierno de Andrés Manuel López Obrador y por personajes y organizaciones que se han arrogado la representación de una sociedad civil sumamente heterogénea, cuando sus liderazgos y recursos provienen de grupos conservadores y de empresas interesadas en preservar sus privilegios.
El número de participantes superó con mucho la respuesta que esperaban sus convocantes, así como sus propias capacidades de movilización. Se reprodujo en más de 50 ciudades del país e incluso en el extranjero. Las estimaciones de asistencia en CDMX fluctúan ampliamente: entre 200 mil a 600 mil personas. Incluso algunos cálculos llegan a señalar 850 mil asistentes.
Se trataba de defender la llamada democracia electoral, un logro de la sociedad mexicana que tomó varias décadas alcanzar, varios conflictos, detenciones, desapariciones e incluso muertes. Esa democracia electoral derivó de amplios procesos de diálogo y acuerdos entre representantes de la diversidad política. Desde 1977 y hasta 2014 han habido ocho importantes reformas electorales consensadas entre los partidos políticos y no impuestas desde el poder.
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A la marcha del 13 de noviembre asistimos varias personas mayores. Muchos habíamos participado en las batallas para acabar con 70 años de gobiernos del PRI. También participaron reconocidos luchadores de la izquierda mexicana, convencidos de que había que defender lo logrado en materia de confianza y autonomía en la organización de las elecciones en México, frente a la propuesta de reforma electoral promovida desde la presidencia de la República.
Lamentablemente los tres gobiernos que siguieron, una vez derrotado el PRI en el año 2000, mantuvieron las políticas económicas y sociales iniciadas por los últimos gobiernos de corte neoliberal de ese partido. Como consecuencia, en los primeros 18 años de este siglo, la democracia electoral no se reflejó en el bienestar de la población.
La segunda marcha, del 27 de noviembre pasado, se concentró en la CDMX, fue convocada por el presidente de la República, y se estima que tuvo una asistencia de 1 millón 200 mil personas, muchas de las cuales fueron transladadas a la ciudad, utilizando alrededor de 2 mil autobuses foráneos.
Después de plantearla como una marcha de desagravio por las expresiones calificadas por el propio presidente como “opositoras y conservadores” de la marcha anterior, terminó justificándose como una manifestación popular para reconocer al presidente López Obrador y los logros de la Cuarta Transformación en el contexto del cuarto informe de gobierno.
Se trataba de mostrar el poder de convocatoria del presidente. Se pusieron en juego todos los recursos de la coalición de partidos que lo apoyan, así como de los gobiernos municipales, estatales y alcaldías que encabeza dicha coalición. Para el efecto se llevó a cabo una gran promoción, previa a la marcha, y se hizo uso de los medios públicos de comunicación para dar seguimiento y difundir su realización.
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La propia marcha, encabezada por el presidente de la República quien hizo el recorrido a pie durante cinco horas, se transformó en una gran fiesta popular. Se organizaron espectáculos musicales en varios puntos del trayecto y los participantes portaban mantas y letreros, cantaban y coreaban. Muchos buscaban ver, tocar, saludar y fotografiarse con el presidente por lo que se convirtieron en un obstáculo para permitir a éste un paso fluido. Al llegar al Zócalo todavía dio su informe durante poco más de hora y media.
Los dos eventos descritos se realizaron con tranquilidad, sin daños al entorno; el primero con mucha espontaneidad, el segundo con mayor organización y recursos.
Si bien son expresión de la gran polarización que domina la realidad nacional, en los dos casos es de destacar el interés de la población por encontrar canales de expresión pública de sus inquietudes, preocupaciones, agradecimientos y apoyos.
Es de lamentar que no contemos con espacios y actividades públicas que propicien el encuentro, el diálogo y, por tanto, la escucha entre la diversidad social, para enfrentar colectivamente la profunda desigualdad, la creciente violencia y la falta de acceso a la justicia y a la verdad que padecemos.