La decisión adoptada por la Suprema Corte de Justicia de la Nación que declara constitucional la consulta de López Obrador, tuvo el resultado inmediato de eclipsar la división de poderes que representa la esencia de cualquier democracia. Los ministros fueron objeto de duras presiones y una exigua mayoría terminó sometiéndose al Poder Ejecutivo. Nuestro constitucionalismo, que debería representar los principios jurídicos básicos que permiten asegurar a la sociedad el mejor orden político posible –sin importar las diferentes condiciones históricas imperantes y mucho menos quien sea el gobernante en turno– se encuentra herido de muerte.
Hoy el poder garantista en México que llegó a representar en otros tiempos la SCJN se ha eclipsado, permitiendo la aparición de un presidencialismo despótico y autoritario. La urgencia por defender el constitucionalismo y la división de poderes radica en que proyectan una forma de gobierno que se rige por un conjunto de leyes objetivas y por la supremacía de la racionalidad del derecho sobre el poder de los gobernantes.
Aunque el constitucionalismo es en esencia un fenómeno moderno, sus doctrinas se configuran en la antigüedad. El pensamiento político griego consideraba preferible el gobierno de las leyes sobre el gobierno de los hombres. Platón y Aristóteles evidenciaron la contraposición existente entre el poder de los ciudadanos libres y los individuos sometidos a un poder tiránico. En Roma durante su periodo republicano, Marco Tulio Cicerón a través de sus obras De Republica y De Legibus logró condensar la experiencia jurídica adquirida expresándola en su más alto nivel teórico.
Para los romanos la política representaba el aspecto jurídico de la ciudadanía establecido por un código legal escrito y, por lo tanto, la interpretación jurídica se hizo altamente profesional. El concepto romano del Imperium de un magistrado le permitía ejercer una influencia decisiva en la vida civil cotidiana, mientras que su Coercitio podía ser injusta pero nunca ilegal.
Posteriormente, durante el siglo xii se desarrolló la idea de “una ley común” como uno de los fundamentos del constitucionalismo que implicaba, ya desde entonces, el principio de la responsabilidad política y del control judicial sobre la constitucionalidad de las leyes. En el derecho anglosajón a partir del siglo xiii se hacía referencia a un cuerpo complejo de normas, derechos y leyes que eran iguales para los individuos independientemente de su condición social. Es justamente esta cultura jurídico-constitucional la que permitirá más adelante establecer una línea de continuidad entre la Magna Charta (1215) y el Bill of Rigths (1689) como conjunto de reglas de origen legislativo y jurisprudencial orientadas a garantizar las libertades fundamentales del ciudadano.
Por su parte, el pensador John Locke logró establecer un nexo entre las revoluciones inglesa, americana y francesa para desplegar sus reflexiones sobre los límites del poder del Estado. En su obra Dos Tratados sobre el Gobierno Civil, plantea el problema de las reglas que hacen posible la libertad de los ciudadanos en el sistema democrático.
Sus argumentos sobre la división de poderes son verdaderamente actuales. Considera que corresponde al Poder Legislativo la función de identificar el “interés público”, de éste separa al Poder Ejecutivo que debe actuar las leyes formuladas por el legislativo. La división de poderes se sustenta en la garantía de los derechos individuales a través de los mecanismos constitucionales del Estado de Derecho. Sus ideas políticas influyen en la Constitución de Estados Unidos.
Esta tradición jurídica continúa con Montesquieu quien en su obra El Espíritu de las Leyes, sostiene que el Poder Judicial es un “poder nulo” en cuanto tiene una valencia imparcial de carácter no político. Afirma que mientras el Poder Judicial tiene la función de “castigar al crimen o juzgar las controversias que dependen del derecho civil”, el Poder Legislativo debe “producir las leyes o corregirlas”, en tanto que al Poder Ejecutivo corresponde la tarea de “establecer la seguridad”.
La reflexión continuará con Thomas Paine quien afirma que una constitución no es el acto de un gobierno, sino el acto de un pueblo que crea un gobierno. Agrega que un gobierno sin constitución es un poder sin derecho.
Finalmente, es necesario recordar a Alexis de Tocqueville quien no sólo exalta a la democracia, sino que también advierte de los riesgos que corre esta forma de gobierno al expresarse como “tiranía de la mayoría”, es decir, cuando unos ciudadanos imponen a otros su punto de vista aplastando y oprimiendo a las minorías.
Sobre estas reflexiones el constitucionalismo moderno se desarrolló, estableciendo dos principios básicos: de un lado, garantizando los derechos consagrados y del otro, la separación de poderes. Si deseamos salvar a nuestra democracia debemos defender al ordenamiento constitucional de los caprichos del presidente.
Twitter: @isidrohcisneros
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