Eber Omar Betanzos Torres / Israel González Delgado
La vocación de cuentista es más rara de lo que se piensa; y de quienes tienen vocación, pocos acaban siguiéndola orgullosa y definitivamente. Quizás por prejuicios académicos o por premuras económicas, se escriben cuentos como para salir del paso, anhelando secretamente que alguno de ellos sea el germen de una novela viable. Pero un buen cuento no es el bosquejo provisional de ninguna otra cosa, porque en él están bien escogidos estructura, vocabulario e intencionalidad. Elma Correa lo tiene claro, y lo aplica de manera casi incontestable en las historias que contiene su libro “Las mentiras que no te conté”. Son cuentos con alta autoestima (que no quieren ser nada más), y por ello ni agotan su bienvenida ni dejan fugas narrativas por todos lados. Cuentan bien, y cierran bien. En cada uno de ellos nos queda la incómoda sensación de haber vivido, o haber oído, de las situaciones que les ocurren a sus personajes, pero es la manera de interpretarlas por quien las transita lo que les agrega un valor para el lector (sombras de Lucía Berlin) porque las ideas importantes no siempre están en las cosas importantes; autoras como Elma Correa lo saben, lo ven y lo comparten. Creo que nunca volveré a ver de la misma manera los bares de hotel, porque ahora sólo estaré pensando que esos nunca cierran. Aunque es un lugar común hablar del humor en los autores, en Correa sí lo amerita. Ella misma, en uno de los materiales complementarios, cita a Boris Vian y a Jorge Ibarguengoitia como influencias directas. Supongo que el libro más identificable de este último, en la literatura de la cachanilla, sería “Los Relámpagos de Agosto”, que es donde el autor hace una sátira de la violencia revolucionaria.
En el relato “¿Qué nos va a pasar?”, la protagonista se siente un personaje secundario en su propia relación amorosa, y este sentimiento se acentúa en una de esas épocas que son meras antesalas de otra cosa, donde las personas aún no están en su nueva vida, pero ya no tienen la cabeza en esta. Entre la envidia, la extraña fijación con la letra “M” y la paranoia, la protagonista acaba forjando una profecía autocumplida donde ella es el mal tercio de cualquier situación.
En “The curse of Sikuaka Heart”, una mujer que no sabe que es generosa y abnegada se va con muchas tientas para no herir las susceptibilidades de sus amigas, dos depredadoras con complejo de víctima que tienen relaciones sexuales con su novio, un hombre exótico mantenido aquí, pero proveedor responsable con su esposa e hijos, que viven en Canadá. Con la hechicería michoacana como pretexto, la superstición, la religión y la sugestión (que es siempre una religión personal), se mezclan en el adorable temperamento de una chica que vive soñando despierta.
“Fantasmas” nos cuenta la historia de una mujer anoréxica atrapada en una clínica que es como las cárceles propiamente dichas, cruel, contraproducente e ineficaz para lograr cualquier rehabilitación. Que las embestidas de su amante bulímica le hayan roto el esternón es el movimiento final de una sinfonía al revés, donde los placeres son sufrimiento y la claustrofobia son todos.
“Mercurio retrógrado” es el fresco de una amistad pura, amorosa, platónica, que ha logrado sobrevivir al abandono, al tiempo, a los trabajos, a las malas decisiones, a la vida adulta, pues, conservando la picardía de las adolescentes traviesas y extrapolándola a un presente donde ninguna de las dos tiene problemas, pero ninguna de las dos se siente completa. Este cuento me pareció un poco más flojo, por formulista. No solamente sigue como línea punteada la narrativa contada mil veces de la pareja invencible (a la Thelma y Louise) sino que Coco y Minerva son un binomio de catálogo de las comedias adolescentes con pretensiones románticas: Coco es una manic pixie dream girl (irresponsable, impredecible, con una inocencia impermeable al trauma) y Minerva es el equivalente al serious guy, que aprende, con su musa desequilibrada, a emanciparse de las expectativas sociales. Pero bueno, cada quién sus tropos narrativos.
En “La balada del Two Face”, la autora se asume como parte de su generación y de su geografía, porque los autores y autoras en activo, que viven en la frontera, se sienten obligados a hablar del narcotráfico y la violencia que trae aparejado el fenómeno. El personaje es interesante porque así como parece tener dos caras (por el vitiligo), la protagonista, amorío de una noche de parranda, conoce rápidamente las dos caras de esas figuras trágicas: de un lado, poder, dinero, la excitación rara que da el terror con que los demás ven a ese sujeto; de otro lado, la escalada de las palabras al plomo sin pasos intermedios, la facilidad para encender y apagar la fiesta con un corte de cartucho, y el recordatorio de que en ese mundo siempre hay alguien con una pistola más grande, que patea más fuerte, y rompe huesos de forma más eficaz. Quizás este relato es el más crudo y testimonial, junto con el de “Un cuento de violencia”, fantasía de empoderamiento bien lograda, donde la víctima de una violación termina, junto con sus primas, secuestrando y castrando al violador, además de matar a un alguacil que la vio con lujuria mientras caminaba por la calle (por eso se merecía la muerte, supongo, a decir de la autora).
Ambas historias son impecables en lo que importa, que es en sus méritos literarios. En el otro aspecto, el de la fotografía o crítica de la violencia que pretenden hacer, dejan ver que, afortunadamente, quien narra no ha tenido un contacto realmente cercano con el tipo de depredadores que describe y quienes, finalmente, terminan recibiendo su merecido. Porque quien ha visto de cerca esos asuntos, no en las notas periodísticas sino en las carpetas de investigación, sabe que ni el Two Face, ni sus amigos, ni los policías estatales, ni el alguacil fronterizo, hubieran dejado viva a ninguna de las mujeres. Es un alivio que en los cuentos sí.